Por lo tanto, aprendemos a jugar jugando: mal gastando, despilfarrando, tropezando, cayendo, despreciando, desperdiciando, equivocando, mal pensando, arrepintiéndonos (la lista es abierta)… Un sinfín de obstáculos que antes, de nuestra acción entorpecida por el mundo, no estaban o no estaban pensados para ti, sino por ti.
He llegado a esta conclusión a base de limitarme las vidas, pensando que la felicidad se encontraba en algún otro lugar que no tuviera dentro. Con amplitud de miras, alcanzas un estado de equilibrio entre lo que aprendiste, a base de hacerlo bien o mal, y lo que te queda por aprender. Un punto de inflexión al que se llega cansado, pero del que renaces siendo alguien distinto, viendo el lado positivo de las cosas y creyéndote capaz de conseguir todo aquello que a tu vida le está faltando.
Un momento vital en el que el pasado ya no quema, las llamas de lo que creíste injusto para ti o de lo que hiciste injusto para otros, por fin, se han sofocado; y aquello a lo que no queríamos mirar se vuelve caballito blanco para nuestro avance. El sufrimiento, desde la época del Existencialismo promovido por la crueldad humana y la consecuente sinrazón, existe desde que existe un hombre que lo mantenga. Estaréis conmigo en que el dolor es inevitable e inherente a nuestros pedacitos de circunstancias, pero contaminarse por él, más tiempo de lo estrictamente necesario, es una opción de freno que nuestro talón de Aquiles, nuestra parte frágil, no sabe gestionar. El dolor espiritual es más una cuestión de tiempo que de magnitudes, qué es mucho para el universo… Sostener un vaso de agua durante el tiempo que nos dure la ingesta de su contenido es algo de lo que nuestras fuerzas no tienen consciencia; sostenerlo durante dos horas puede ser soportable; aguantarlo en alto, en el transcurso de dos semanas, posiblemente requeriría asistencia médica. Evitar el sufrimiento es algo parecido; es preciso soportarlo tanto tiempo como dure atravesarlo de lado a lado; es un duro nivel que precede al triunfo, pero hay que saber cuando es preceptivo posar ese vaso para tener libres nuestras manos y agarrar oportunidades nuevas, nuevos comienzos.
Hay varias cosas que todos deberíamos hacer en distintas etapas de nuestro camino: pararnos, observar y, simplemente, dejarnos llevar hasta los topes que marca el destino. Asumir que no somos un cuerpo, ni siquiera una mente, comprender que somos lo que queramos ser; que el problema y la solución vienen de la mano, pero en nuestra visión limitadísima de las cosas no reparamos en ello. Asimilar que cada obstáculo que nos encontramos es una prueba que refuerza nuestra valía en la medida en que trabajamos para superarlo. Y cuando librarlo se torne imposible, quizás lo mejor sea tomar esa señal por buena y otra ruta, cuya meta nos lleve a un lugar mejor en el que nunca pudimos pensar. No somos una medida condensada en cuatro huesos revestidos por una carne demasiado débil, somos más. Somos una conexión energética con lo incalculable y ser conscientes de esto es andar sin prisa y hacerlo sin miedo. Nada malo puede pasarnos si conseguimos desprendernos de nuestro ego determinista (un cuerpo, un espacio, una suma que cuesta mucho y poco vale). Detenerse a pensar que lo importante de lo que vivimos es lo más inefable, esos momentos que se enganchan en el pecho para toda la vida y nos hacen sonreír. La risa es el mejor antídoto para combatir casi todos nuestros episodios de pánico y la frustración no es un lastre que no nos pone el azar, sino nuestra propia ignorancia sobre lo que verdaderamente importa, la eterna duda sobre lo que nos conviene conservar o abandonar; la ira que, aparte de sentir, acumulamos; eso que hace difícil lo sencillo (lo mejor para nosotros – la manera de ser mejores personas – lo mejor para todos).
En definitiva, encontrar la debilidad de los barrotes que no nos dejan vivir con plenitud, es aprender a creer en algo más allá de nuestro ombligo perdido; los resultados, muy probablemente, no serán otra cosa que un feedback que nos consienta, de una vez por todas, creer en nosotros, “creer en ti” más allá de los límites de cada sesgada percepción. La certeza es pensar que no hay certezas, más aún, cuando dichas falacias atentan ininterrumpidamente contra lo que podemos llegar a ser, maquillando la evaluación de lo que en realidad somos (la nuestra, la que no pertenece a nadie más que a ti). Que el final de esto que se nos escapa tan solo es el principio de algo mejor; el apego a lo tangible es el coste de oportunidad de llegar a la profundidad, a la esencia. Busca tu pared sellada y dale salida, date salida. No te evalúes por miradas y palabras ajenas, ni siquiera por las tuyas, mídete por los retos, tu actitud y tu misión en el mundo, en cada logro y cada paso más costoso que el anterior. Porque eres lo que quieras ser si no intuyes fronteras imaginarias (tú decides cuáles serán y cómo moldearán tu efímera existencia en la tierra). Cree más allá, más, hasta donde tus energías puedan llegar. No te quedes en lo burdo de lo cotidiano que te pasa, piensa en lo sutil de la mágico que, en ocasiones, sucede – tantas como voluntad encierres para que así sea-. Y, sobre todo, deja de buscar aquello que será tuyo en un lugar distinto de tu alma; ahora, optimista y capaz, conecta para siempre con las estrellas, las que te harán brillar en un infinito perfecto (la perfección de hacer de lo simple algo valioso), un TODO que NADIE te sabrá explicar.
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