La magia de la niñez no debería perderse nunca. Si hacerse mayor significa perder la candidez a favor de lo que llamamos sabiduría, sería capaz de afirmar que es mejor ser ignorantes. Porque entre otras cosas, no he encontrado ningún adulto, nunca, tan inteligente como un niño.
Los niños son felices sin nada, porque lo poseen todo. Se trata de un pacto con la vida que establecen desde que nacen. Ellos no le piden nada que no tengan y ella no les arrebata lo que les da. Por eso, aún en las peores circunstancias, los niños parecen no sufrir.
Son capaces de inventarse mundos paralelos, lo que para nosotros es impensable. Y de gozar de la amistad de amigos imaginarios que les ofrecen todo el afecto y la complicidad que necesitan. Están preparados siempre para la lucha pero con el convencimiento de ser siempre los vencedores. Porque estar seguros de la victoria ya la concede.
Transformar la realidad a su favor es un juego de magia que para ellos no tiene misterio. Si lo que alrededor sucede les daña, crean una realidad diferente en cuyo centro siempre están ellos gozosos de sí mismos, jugando a vivir y siendo felices siempre.
El entusiasmo que ponen en lo que hacen les ayuda a evadirse de lo que podría dañarlos y les impulsa infinita e imprevisiblemente hacia la posibilidad, siempre impredecible, de ser los protagonistas absolutos de la vida en su estado puro; en el aquí y en el ahora, sin tener la urgencia de enredarse en pensamientos desatinados que siempre se instalan en el mañana.
Convertir cada instante en una aventura está reservado a los niños. Ellos y sólo ellos conocen el hechizo de pasar de una dimensión a otra, de un estado del ser a otro, de un cambio de estado de ánimo a otro con el que siempre se ayudan.
Nadie más inteligente que ellos, nadie más sabio. Qué lástima que crecer signifique perder las facultades de mago y nos lleve a sustituir estas capacidades de alquimistas por un amargo desarraigo ante todo lo que signifique ser feliz con lo que uno tiene y con lo que uno es.
VÍA MIRAR LO QUE NO SE VE
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