Hoy se cree que todo debe ser "divertido". Esa palabra se ha instalado en el habla cotidiana como una suerte de exorcismo. Decimos "¡Qué divertido!" como si con eso ahuyentáramos la posibilidad del sufrimiento, de la decepción, de la frustración, del dolor o del aburrimiento, que, después de todo, son estaciones por donde pasa, inevitablemente, el viaje de la conciencia que madura. "¡Qué divertido!", repetimos mecánicamente en situaciones patéticas. Ni la vida ni el mundo son un parque de diversiones; esa promesa no figura en nuestro contrato existencial. No se trata de eludir el placer o el esparcimiento. Pero usados obsesivamente para no pensar, no sentir, no hacerse preguntas, para llenar vacíos, provocan angustia. Al final de la noche, de la actividad o del consumo "divertidos" queda la sensación de que los sabores que buscamos no están aquí. Epicuro (341 a.C.-270 a.C.), el padre del hedonismo, decía, en uno de los textos fragmentarios que quedaron de él, que la alegría es fruto del alma en movimiento. Una vez más, aludía a algo que nace en la vida interior, no en el bullicio externo. La alegría brota silenciosa, perdurable y fértil cuando nace de actos que dan sentido a nuestra vida.
Sergio Sinay
VÍA ABRAZAR LA VIDA
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