lunes, 24 de diciembre de 2012

EL SECRETO DEL BURRO Y EL BUEY: LA CALMA...♥








La nuestra es una sociedad apresurada. No tenemos tiempo para nada. Parecemos “malabaristas” de la existencia: sentimos la presión de mantener muchos roles y responsabilidades en el aire y la limitación de contar sólo con “dos manos”.
Y se nos nota: la prisa nos apremia; y también nos maltrata. Más allá de los estragos del stress, tan bien documentados, a veces cometemos errores muy básicos por no dedicarle a cada cosa su tiempo. No hace mucho, al bajar del coche, por la prisa, cerré la puerta sin estar “completamente fuera”. ¿El resultado? Un dedo “machucado” y algunas estrellas.

El burro y el buey, siempre presentes en los nacimientos, tienen un secreto que ofrecernos: la calma. La tradición de colocar estos dos animales junto al pesebre del Niño Jesús no es ornamental. Tiene fundamento bíblico: “Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo”, escribe el profeta Isaías (1, 3).

Recuerdo el gesto sereno y apacible del burro y del buey del nacimiento que poníamos en casa. Dos modelos humanos difícilmente hubieran podido expresar tanta calma. El burro y el buey simplemente “están”. No se mueven. No caminan. No se marchan. No tienen ninguna prisa.

La calma supone saber estar donde se debe estar en cada momento. Claro, supone también una buena organización personal y claridad de prioridades. Si quieres calma –parecen decirnos estos animales– dale prioridad a Dios. Ellos reconocieron en el Niño Jesús a su “dueño y amo”. En otras palabras, no tenían otro lugar mejor donde estar en ese momento. Si Dios fuera siempre nuestra prioridad, y le dedicáramos tiempo a la oración, al trato con Él, seguramente tendríamos más calma. No por tener menos cosas que hacer, sino por hacer las que realmente importan. Por lo demás, el tiempo no existe ni importa cuando estamos con aquellos que amamos.

“Ustedes tienen el reloj; nosotros tenemos el tiempo”, decía un viejo beduino del desierto a un turista. Aprendamos del burro y el buey a no dejarnos presionar tanto por las manecillas. Y menos cuando estemos en oración. Nunca como entonces se puede saborear la serena alegría de estar junto a Dios en plena calma.


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