Paulo Coelho
Llevo un extraño uniforme, lleno de cremalleras y elaborado con un tejido muy grueso. Llevo guantes, para no herirme en las manos. Cargo con una especie de lanza, casi tan alta como yo, que en un extremo termina, por un lado, en un tridente, y por el otro, en una afilada punta. Y ante mis ojos aquello que, de un momento a otro, va a ser objeto de mi ataque: mi jardín.
Comienzo a arrancar la mala hierba que se ha mezclado con el césped. Me pregunto: ¿está bien lo que hago? Aquello que llamo “mala hierba” no es sino un intento de supervivencia por parte de una especie que la naturaleza tardó millones de años en crear y hacer evolucionar. La flor necesitó incontables insectos para ser fertilizada, hasta que se transformó en semilla y el viento la esparció por todos los campos.
Pero todo este esfuerzo de supervivencia tropieza ahora con la punta de una lanza, que la arranca de la tierra sin piedad.
¿Por qué lo hago? ¿Alguien creó este jardín? No sé quién fue, porque cuando compré la casa ya estaba aquí, en armonía con las montañas y con los árboles de su alrededor. Pero el creador debió de hacer su trabajo concienzudamente, plantar las semillas con gran esmero y planificación y cuidar del jardín a lo largo de innumerables estacones.
Cuando me entregó el viejo molino, donde paso algunos meses al año, el césped estaba impecable. Ahora me tocó a mí dar continuidad a su trabajo, pero no dejo de pensar en una cuestión filosófica: ¿debo respetar el trabajo del creador o debo aceptar el instinto de supervivencia que la naturaleza dio a esta planta, hoy llamada “mala hierba”?
Continúo arrancando las plantas indeseables y colocándolas en una pila que pronto arderá en llamas. Tal vez esté dando demasiadas vueltas a temas que no tienen nada que ver con la reflexión, sino con la acción. Sin embargo, cada gesto del ser humano es sagrado y está lleno de consecuencias, lo que me obliga a pensar más sobre lo que estoy haciendo.
Por un lado, esas plantas tienen derecho a crecer y extenderse por donde les plazca. Por otro lado, si no las destruyo ahora, terminarán ahogando el césped. En el Nuevo Testamento, Jesús dice que hay que arrancar la cizaña para que no se mezcle con el trigo.
Dejo a un lado el arma, también conocida como azada. Cada golpe significa el final de una vida, la inexistencia de una flor que se habría abierto en la primavera; la arrogancia del ser humano que quiere moldear el paisaje a su alrededor. Necesito reflexionar más, porque en este momento estoy ejerciendo un poder de vida y de muerte. El césped parece decir: “Protégeme, esta hierba me va a destruir”. La hierba también habla conmigo: “Vine de muy lejos para llegar a tu jardín; ¿por qué quieres acabar conmigo?”.
Al final, el texto indio Bhagavad Gita viene en mi ayuda. Recuerdo la respuesta de Krishna al guerrero Arjuna cuando este, desalentado antes de una batalla decisiva, tira sus armas al suelo y dice que no es justo participar en un combate que terminará matando a su hermano. Krishna responde más o menos lo siguiente: “¿Piensas que puedes matar a alguien? Tu mano es Mi mano, y todo lo que haces ya estaba escrito así. Nadie mata, y nadie muere”.
Animado por este súbito recuerdo, empuño de nuevo la lanza, ataco a las hierbas que no fueron invitadas a crecer en mi jardín y me quedo con la única lección de esta mañana: cuando algo indeseable crece en mi alma, pido a Dios que me dé el mismo valor para arrancarlo sin piedad.
Fuente: http://www.larevista.ec
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