“Puesto que el demonio no habla mucho sobre sí mismo, el hombre se puso a buscar cualquier referencia posible sobre el infierno”.
Para el héroe griego Prometeo, que robó el fuego de los dioses y se lo entregó a los hombres, el infierno consistió en permanecer atado en un despeñadero adonde todos los días un pájaro venía a comérsele el hígado. Jean-Paul Sartre dice, en su pieza A puerta cerrada, que el infierno son los otros. Jorge Luis Borges, en un poema, hace una interesantísima descripción de lo que nos espera más allá de la vida: la eterna contemplación de un rostro.
Para ciertas personas, eso será el paraíso, pues este rostro será de alguien a quien se ama, mientras que para otras será el infierno, pues tendrán que ver eternamente la cara de alguien a quien hirieron sin motivo.
Existe una interesante descripción en un libro árabe: allí se dice que, una vez fuera del cuerpo, el alma debe caminar por un puente tan fino como el filo de una navaja, teniendo al lado derecho el paraíso, y al izquierdo una serie de aberturas circulares que conducen a la oscuridad del interior de la Tierra. Antes de cruzar el puente (el libro no aclara adónde conduce) cada uno carga sus virtudes en la mano derecha, y sus pecados en la izquierda. De esta manera, el desequilibrio le hará caer del lado que determinan sus actos en este mundo.
El cristianismo habla de un lugar en el que se escucharía el llanto y el rechinar de dientes. El judaísmo describe una caverna interior, con espacio para un número determinado de almas: un día el infierno acabará llenándose, y entonces el mundo habrá llegado a su fin. El Islam habla del fuego en que arderán todos, “a menos que Dios desee lo contrario”.
El Diccionario de las Religiones dice que, en la época de Cristo, algunas corrientes judaicas de pensamiento creían que las almas perversas serían castigadas después de la muerte en un lugar llamado Geena –nombre tomado de un lugar próximo a Jerusalén–, donde se solía abandonar la basura de las ciudades de los alrededores. Sin embargo, Geena no conllevaba la idea de un castigo eterno, y la pena máxima nunca podría pasar de 365 días.
Para los hindúes, el infierno tampoco es un lugar de tormento interminable, pues creen en la reencarnación del alma al cabo de un tiempo, con el objetivo de redimirse de sus pecados en el mismo lugar donde se cometieron, es decir, en este mundo. De todas formas, creen en veintiún tipos de lugares de sufrimiento, situados en lo que suelen denominar “las tierras inferiores”.
Los budistas también diferencian entre diversos tipos de castigos que pueden infligirse al alma: ocho infiernos de fuego, y ocho completamente helados, además de un reino en el que el condenado no siente ni frío ni calor, tan solo un hambre y una sed infinitas.
Nada, en todo caso, se compara a la gigantesca variedad que concibieron los chinos. Frente a la gran mayoría de las culturas –que sitúa el infierno en el interior de la Tierra por analogía entre la muerte, el entierro y la descomposición– las almas de los pecadores se dirigen a una montaña, llamada Pequeña Cerca de Hierro, que se encuentra circundada por otra: la Gran Cerca.
En el espacio que hay entre las dos, existen ocho grandes infiernos superpuestos, cada uno de los cuales controla dieciséis infiernos menores, que a su vez controlan diez millones de infiernos subordinados.
Los chinos también suponen que los demonios son almas que ya cumplieron su pena, probaron lo que es el dolor, y ahora buscan la venganza, inventando torturas cada vez más crueles para los recién llegados.
Fuente: http://www.larevista.ec
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