Había en el antiguo Japón feudal un maestro Zen que era conocido por su sabiduría y por la grandeza de su alma. Su nombre era Hakuin.
Un joven y poderoso samurai –acosado en su interior por los interrogantes sobre el más allá- se presentó ante Hakuin y le preguntó:
- Maestro, ¿existen el infierno y el paraíso?
Hakuin le miró a los ojos y no le respondió. Era conocido su convencimiento de que las palabras a menudo velan más de lo que desvelan.
- ¿Quién eres tú?- preguntó el Maestro.
- Soy un samurai, que está al servicio de su Shogun y que ha hecho de la guerra, externa e interna, un modo de vida…
- ¡Tú, un guerrero! – exclamó Hakuin. Pero mírate bien: ¿qué señor va a querer tenerte a su servicio? Pero si pareces un mendigo, un hombre débil y desaliñado que ni impone respeto ni probablemente lo merezca.
La cólera se apoderó del samurai. Aferró su sable y lo desenvainó. Hakuin continuó, sin inmutarse lo más mínimo y con un cierto aire de burla en el tono de su voz:
- Ah, ¡pero si incluso tienes un sable! Aunque probablemente debes ser demasiado torpe como para cortarme la cabeza con él. Ve con cuidado, no vaya a ser que te cortes y te hagas daño.
Fuera de sí, el samurai levantó su katana dispuesto a decapitar al maestro. Cuando la afilada hoja ya se acercaba al cuello de Hakuin, éste dijo con voz firme y rotunda:
- Aquí, amigo mío, se abren las puertas del infierno.
Sorprendido por la seguridad y serenidad del anciano, el samurai envainó su sable y se inclinó ante el maestro en muestra de respeto y admiración.
-Aquí se abren las puertas del paraíso- sentenció Hakuin con una leve sonrisa dibujada en el rostro.
La pregunta había sido contestada, y la lección había sido comprendida. Casi sin palabras, sin teorías. Una enseñanza de corazón a corazón: venid y ved… Lo que así se aprende, nunca se olvida.
Que pases un muy buen fin de semana.
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