- Señor, quiero solicitar tu ayuda, ya que tengo fuertes arranques de ira que están haciendo mi vida muy desgraciada. Yo sé que soy así, pero también sé que puedo cambiar si usted me aconseja.
- Lo que me cuentas es muy interesante -dijo el anciano-. De todas maneras, para poder tratar bien tu problema es necesario que me muestres tu ira y así pueda saber de qué naturaleza es.
- Pero ahora no tengo ira -argumentó el hombre-.
- Bien -contestó el anciano-, lo que tendrás que hacer en este caso es que la próxima vez que la ira te invada, has de venir lo más deprisa posible a enseñármela.
El hombre iracundo se mostró de acuerdo y regresó a su casa, pero pocos días después se encontró de nuevo con otro ataque de cólera y marchó rápidamente a ver al anciano. Sin embargo, ocurría que el viejo habitaba en lo más alto de una colina muy alejada, así que cuando por fin alcanzó la cima y se presentó al sabio...
- Señor, estoy aquí de nuevo como me dijiste.
- Estupendo, muéstrame tu ira.
Pero al pobre hombre se le había pasado la ira durante la subida.
- Es posible que no hayas venido lo suficientemente rápido -dijo el anciano-. La próxima vez corre mucho más deprisa y así llegarás todavía con ira.
Pasados unos días, al hombre le asaltó otro fuerte ataque de cólera y recordando la recomendación del sabio, comenzó a correr cuesta arriba todo lo rápido que pudo.
Cuando media hora después llegó completamente agotado a casa del viejo, éste le reprendió severamente:
- Esto no puede continuar así, otra vez llegas sin ira. Creo que debes esforzarte aún más y tratar de subir las cuestas mucho más deprisa. De otro modo no voy a poder ayudarte.
El hombre marchó entristecido, jurándose a sí mismo que la próxima ocasión correría con todas sus fuerzas para llegar a tiempo de mostrar su ira.
Pero no ocurrió así. Una y otra vez subía la cuesta, y a cada ocasión llegaba más y más fatigado y desde luego sin un asomo de ira.
Un día que llegó especialmente extenuado, el maestro, por fin, le dijo:
- Creo que me has engañado. Si la ira formara parte de ti, podrías enseñármela. Has venido a mi casa veinte veces y nunca has sido capaz de mostrarla. Esa ira no te pertenece. No es tuya. Te atrapa en cualquier lugar y con cualquier motivo y luego te abandona. Por tanto, la solución es fácil: la próxima vez que quiera llegar a ti, no la recojas.
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