Quien lea los evangelios reparará en que casi todas las enseñanzas de Jesús tienen lugar en dos circunstancias: o bien cuando viajaba, o alrededor de una mesa.
Nada de templos. Nada de lugares escogidos. Nada de prácticas sofisticadas y difíciles: los apóstoles prestaban atención a lo que decía cuando andaba y cuando comía, cosas que hacemos todos los días de nuestras vidas. Precisamente porque las hacemos todos los días, no damos ningún valor a las enseñanzas que están escondidas en nuestros quehaceres diarios.
Pensamos que las cosas sagradas son accesibles solo para los gigantes de la fe y la voluntad, y pensamos que aquello que hacen las personas es demasiado pobre para ser aceptado con alegría por Dios.
En busca de nuestros sueños e ideales, muchas veces colocamos en lugares inaccesibles todo lo que está al alcance. Cuando descubrimos el error, en lugar de alegrarnos por haber comprendido nuestros fallos nos dejamos llevar por la culpa de haber dado pasos errados, de haber malgastado nuestras fuerzas en una búsqueda inútil, de haber disgustado a quien deseaba nuestra felicidad. Y es entonces cuando corremos el peligro de acercarnos a los “maestros” o “gurús” que nos ayudarán a recuperar el tiempo perdido.
Pero no es así: aunque el tesoro esté enterrado en tu casa, solo lo descubrirás cuando te hayas alejado.
PAULO COELHO
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