Laura Jeanne Allen
Mis abuelos estuvieron casados por más de medio siglo, y practicaron un juego muy propio y especial desde el momento en que se conocieron. El objetivo era escribir la palabra “shmily” en un lugar sorpresa para que el otro la encontrara. A cada uno le iba correspondiendo dejar “shmily” en los recipientes del azúcar y la harina para esperar a quien preparara la siguiente comida. Lo escribían en los cristales empañados que daban al patio donde mi abuela siempre nos obsequiaba budín caliente hecho en casa teñido con colorante comestible azul. “Shmily” aparecía escrito en el vapor adherido al espejo después de una ducha caliente, donde reaparecía después de cada baño. En un momento dado, mi abuela deshizo todo un rollo de papel sanitario para escribir shmily en la última hoja.
En cualquier lugar podía aparecer “shmily”. En los tableros y asientos de los autos, o pegadas al volante hallaban pequeñas notas con “shmily” garabateada deprisa. Las notas aparecían dentro de los zapatos y bajo las almohadas. Escribían “shmily” en el polvo sobre la repisa de la chimenea y la trazaban en las cenizas del hogar. Esta misteriosa palabra era parte de la casa de mis abuelos como lo eran los muebles.
Me llevó bastante tiempo poder apreciar en su totalidad el juego de mis abuelos. El escepticismo me impedía creer en el verdadero amor, en que es puro y duradero.
Sin embargo, jamás dudé de la relación de mis abuelos. Su amor era firme. Era más que sus pequeños juegos de galanteo, era una forma de vida. Su relación estaba basada en un afecto devoto y apasionado que no todos tienen la suerte de experimentar.
El abuelo y la abuela se tomaban la mano cada vez que podían, se robaban besos cada vez que chocaban en su cocina minúscula. Los dos terminaban la oración que el otro empezaba y compartían a diario el crucigrama y otro juego de palabras. Mi abuela me susurraba lo hermoso que era el abuelo, lo guapo que había llegado a ser de viejo. Aseguraba que en verdad había sabido “cómo atraparlo”. Antes de cada comida se inclinaban y daban gracias maravillándose de sus bendiciones: una familia maravillosa, buena suerte y tenerse el uno al otro.
Pero hubo una nube oscura en la vida de mis abuelos: mi abuela padecía cáncer de mama. La enfermedad apareció por primera vez diez años atrás. Como siempre, el abuelo estuvo con ella en todo momento. Le reconfortaba en su habitación amarilla, pintada de ese color para que siempre estuvieran rodeados de sol, incluso cuando ella estuvo tan mal que ya no pudo salir.
Ahora el cáncer atacaba de nuevo su cuerpo. Con la ayuda de un bastón y la mano firme de mi abuelo, seguían yendo a la iglesia todas las mañanas. Pero mi abuela continuó debilitándose hasta que, finalmente, ya no pudo salir de casa. Durante algún tiempo, el abuelo asistió solo a la iglesia para pedirle a Dios que velara por su esposa. Luego, un día, lo que todos temíamos finalmente sucedió: la abuela se fue.
La palabra “shmily” fue garabateada en amarillo en los listones color de rosa del ramo de flores del funeral de mi abuela. Al disminuir la concurrencia y alejarse los últimos miembros de la comitiva, mis tías, tíos, primos y otros miembros de la familia nos acercamos y nos reunimos alrededor de la abuela por última vez. El abuelo dio un paso hacia el ataúd de mi abuela y, tomando aire, tembloroso, le empezó a cantar. Entre sus lágrimas y el dolor surgió el canto: un arrullo profundo y gutural.
Además de mi propia pena, jamás olvidaré ese momento porque entonces supe que, aunque no podía imaginar la profundidad de su amor, había tenido el privilegio de atestiguar su incomparable belleza.
S-h-m-i-l-y (en inglés See How Much I Love You): Mira cuánto te amo.
Gracias, abuela y abuelo, por permitirme ver.
Fuente: http://sorzly.blogspot.com
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