En el desierto, las frutas eran raras. Dios llamó a uno de sus profetas y le dijo:
Cada persona solo puede comer una fruta por día.
La costumbre se obedeció durante generaciones y el ecosistema del lugar fue respetado. Como las frutas restantes daban semillas, otros árboles fueron surgiendo. En poco tiempo, toda aquella región se transformó en un terreno fértil, envidiado por otras ciudades.
Las personas de aquel pueblo, sin embargo, continuaban comiendo una fruta por día, fieles a la recomendación que un antiguo profeta transmitiera a sus ancestrales.
Además, no permitían que los habitantes de otras aldeas se aprovechasen de la abundante producción que se daba todos los años.
Como resultado, las frutas se podrían en el suelo.
Dios llamó a un nuevo profeta y le dijo:
Permíteles que coman las frutas que quieran. Y pídeles que compartan su abundancia con sus vecinos.
El profeta llegó a la ciudad con el nuevo mensaje. Pero acabó siendo apedreado, ya que la costumbre estaba arraigada en el corazón y en la mente de cada uno de los habitantes.
Con el tiempo, los jóvenes de la aldea empezaron a cuestionar aquella bárbara costumbre.
Pero, como la tradición de los mayores era intocable, decidieron apartarse de la religión. De esta manera, podían comer cuantas frutas quisieran y entregar el resto a los que necesitaban alimento.
En la iglesia local, solo quedaron los que se consideraban santos. Pero que, en realidad, eran personas incapaces de percibir que el mundo se transforma y que nosotros debemos transformarnos con él.
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