Una leyenda peruana nos habla de una ciudad donde todo el mundo era feliz. Todos hacían lo que querían y se entendían bien, a excepción del alcalde, que vivía triste porque no tenía nada que gobernar. La cárcel estaba vacía, el tribunal no se utilizaba nunca, y el notario no proporcionaba ningún beneficio, pues la palabra valía más que el papel.
“Aquí falta autoridad”, pensaba el alcalde. E intentaba, de muchas formas, que la gente obedeciese leyes absurdas creadas por el gobierno central. Nadie hacía caso.
Hasta que el alcalde tuvo una idea. Mandó a venir operarios de muy lejos, para que cerraran con una cerca el centro de la plaza principal de la pequeña ciudad, y se pusieran a construir. Durante una semana, se oyeron los martillos golpeando, las sierras cortando madera, las voces de los capataces dando órdenes.
Una tarde, el alcalde invitó a todos los habitantes de la ciudad a la inauguración. Con gran solemnidad, se retiró la cerca y apareció… una horca.
Nuevecita, con la soga oscilando al viento, y el mecanismo de la trampilla bien engrasado.
A partir de aquel momento, todo el mundo que pasaba por la plaza veía la horca. La gente se fue volviendo cada vez más triste, sin saber que estaba haciendo lo que de ella se esperaba. Empezaron a preguntarse qué hacía allí aquella horca, y, con el miedo, pasaron a dirigirse a la justicia para resolver cualquier cosa que antes se resolvía de común acuerdo. Empezaron a ir al notario, para registrar documentos que hasta entonces habían sido sustituidos por la palabra. Y empezaron a hacer caso en todo al alcalde, por miedo de violar la ley.
La leyenda termina diciendo que nunca se utilizó la horca. Pero bastó su presencia para que todo cambiara.
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