Un hombre de avanzada edad llamó a la puerta de un monasterio.
Aunque era analfabeto y muy ignorante, vibraba en él el deseo de
purificarse y encontrar la libertad interior.
Solicitó humildemente que le aceptasen como novicio, pero los monjes y el abad del monasterio se dieron cuenta de que era analfabeto y de muy corto entendimiento intelectual. Le consideraron totalmente incapacitado para leer los sermones de Buda, recitar mantras o poder efectuar las ceremonial sagradas. Pero contemplaban en el anciano mucha motivación espiritual y un ardiente deseo por perfeccionarse.
¿Qué hacer, pues? No podía llevar a cabo ningún tipo de estudios, no entenderla la esencia de los métodos meditacionales y ni siquiera comprendería el sentido de los rituales. ¿Qué hacer entonces?
El abad y los monjes hablaron sobre el tema unos minutos y
decidieron permitir al hombre que se quedara en el monasterio. Pero, aunque fuere porque no se sintiera humillado, alguna ocupación había asignarle. Le dieron una escoba y le dijeron que se encargará de mantener limpio el jardín del monasterio.
Fueron transcurriendo los meses y los años. El anciano se aplicaba con minuciosidad y esmero en su sencilla tarea. Poco a poco los lamas comenzaron a percibir cambios en la actitud del barrendero.
¡Se leveía tan sosegado, contento y equilibrado! De todo él emanaba una atmósfera de paz infinita y contagiosa. Los monjes comenzaron a darse cuenta de que el anciano había ido consiguiendo un notable y evidente avance espiritual, un gran progreso anímico. Siempre era afectivo, nunca se inmutaba y era ecuánime en las palabras. Los monjes, extrañados, decidieron preguntar al barrendero qué prácticas o métodos especiales había desarrollado para conseguir un estado de
mente tan lúcido, estable y ecuánime.
El anciano dijo:
- No, amigos, no he hecho nada especial, podéis creerme.
Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar el
jardín. He puesto, eso sí, mucho esmero y amor cada vez que
barría las hojas, y cada vez que barría la basura y limpiaba el
jardín pensaba que estaba barriendo la basura de mi corazón y
limpiando mi espíritu. La verdad es que así, día a día, me he ido
sintiendo más sosegado, contento y lucido.
Una conclusión que se me ocurre es que la virtud nada tiene que ver con la erudición, tampoco la sabiduría con adquirir conocimientos. La experiencia interiorizada, aún en lo más simple de la vida, nos puede hacer comprender con la luz del alma.
Espero que os haya gustado.
VÍA MIRAR LO QUE NO SE VE
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