El profeta ponía toda su alma en sus voces, exigiendo el cambio de las costumbres, pero según pasaban los días, eran menos cada vez los curiosos que le rodeaban y ni una sola persona parecía dispuesta a cambiar de vida.
Pero el profeta no se desalentaba y seguía gritando, hasta que un día ya nadie se detuvo a escuchar sus voces, mas él seguía gritando en la soledad de la gran plaza. Y pasaban los días. Y el profeta seguía gritando. Y nadie le escuchaba.
Al fin, alguien se acercó y le preguntó:
"¿Por qué sigues gritando? ¿No ves que nadie está dispuesto a cambiar?"
"Sigo gritando" –dijo el profeta– "porque si me callara, ellos me habrían cambiado a mí."
José Luis Martín Descalzo
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