Bendito el ser humano que camina sobre la Tierra. Su rostro refleja la penumbra o el fulgor de su cielo interior al igual que las luces y sombras salpican la extensa pradera. Sol y tormenta, gloria y tristeza. El cielo abarrotado de nubes que filtran los rayos de un sol potente manifiesta sobre la verde gramilla ambos extremos de una polaridad: lumbre y tiniebla, júbilo y desazón. La vida humana rica y extrema con su paso inquieto y fluctuante como un péndulo oscilante; un movimiento gravitante e incesante que marca el pulso de la esencia vital.
Se suceden los dramas y las alegrías al igual que la noche sigue al día; y en este andar cíclico y escabroso transita nuestra alma con su atuendo carnal. Un ángel se ha hundido en la espesura de su cuerpo y, cual gran actor de una historia dramática y compleja, se manifiesta con un despliegue único y multicolor. Su viaje es una odisea. Su audacia es loable, pues sólo un guerrero se adentraría en tal ilusión. ¿Recordará él algún día que es luz en su esencia? Un séquito de ángeles se maravilla y lo admiran por su bravura y valor.
Con los ojos verdaderos cubiertos de pesados velos caminamos ciegos a la otra realidad, sordos a la gran verdad. Olvidamos por un tiempo quiénes somos en el más allá. Y jugamos en el escenario de la Tierra como niños, como monstruos, como sabios, como locos. Siempre encarnados en esta materia e inmersos en la rica trama de este argumento genial. Pero también siempre enlazados a lo invisible, a lo intangible, que como una onda de fuerza implacable sopla su viento indomable sobre nuestra estepa interior. A veces es brisa cálida que limpia y sana pero por momentos es el fuego agresivo de un temible dragón.
Nuestras emociones como dragones rugen y nos invaden. Un vendaval inesperado hace remolinear nuestros pensamientos al tiempo que un temblor sacude nuestros cimientos. Amedrantes nubes borrascosas ocultan el sol interior dejándonos casi despojados de la luz que nos guía y nos sostiene desde el sagrado cáliz del corazón. Es miedo, es tristeza o una ráfaga de furia mordaz. La tempestad nos arranca del quieto centro y ahora giramos perdidos en los extremos de una espiral. En este cono de sombra habitan cientos de dragones que atacan y amenazan. Su fuego es lacerante, su contextura abismal. ¿Cómo puede el frágil humano ganar una batalla tan desigual?
El viaje es largo y emotivo por las elevadas cumbres y los hondos abismos de este paisaje terrenal; con mil caídas, cien desvaríos e igual cúmulo de aciertos y destellos. Los dragones siempre al acecho. Y el niño perdido busca la ansiada salida del laberinto emocional. Hay un cielo, hay un manantial, pero en la espesura del bosque parece un paraíso imposible de alcanzar. El Sol es algo tan elevado, tan lejano que sólo con alas se podría tocar. El velo aún es denso y la ilusión total. Escapar, sólo escapar. Luchar y atacar. Los ojos del alma tan dormidos no logran percibir el mágico mundo de lo que se agita más allá. Ya son más de mil vidas y la perla espera quieta en el fondo del mar. Un tesoro único y magistral. Una verdad sublime, su deidad. ¿Cuándo podrá el audaz humano hallar su oro espiritual?
Finalmente la frustración es total. Derrumbado, desmadejado y rendido cae el joven ante el dragón de fuego letal. No ha podido con sus armas, no ha vencido con su débil puño al feroz animal. Pero es ahí en su última hora, ante el insondable abismo de su propia derrota, cuando a través de su más tenue aliento siente la voz de su ángel guía. Entonces hay un rayo de sol, un suspiro. Una gloriosa visión desciende a su desesperanzada mente ya cansada de luchar. Y aún desde su más honda congoja ve su propio poder y grandiosidad. Sus ojos internos se abren a la gran verdad y desde la cima de su alma contempla extasiado el paisaje colosal. Su cuerpo se ilumina y se energiza. Los dragones se aplacan. Él siente ahora en el brillo de aquellos grandes ojos una conexión transcendental. El humano ha renacido en su espíritu de luz, y nutrido ahora por la sabiduría y el amor de una nueva conciencia se eleva sobre sus emociones y las domina. Monta entonces su dragón y se alza en vuelo triunfal.
El humano siempre es dueño y creador de cada emoción que lo aborda. Ellas se alimentan de su propia percepción limitada y estrecha y desde las frías sombras lo acobardan. Pero nunca lo acorralan las circunstancias. Ni ante el umbral de su propia muerte, pues ésta sólo es una transición. Es la furia o la pesadumbre de aquél enorme animal lo que lo atrapa. Sus ojos terrenos no pueden ver los colores de su alma y su llama interior arde apenas en su tibio corazón. Así en las sombras de esta ilusión se cree pequeño y vulnerable, y los dragones siempre acechan. Pero en el despertar de su conciencia, en el resurgir de una nueva visión, es tanta la compasión y el amor que las emociones quedan bajo su poder y control. Y de ellas obtiene su preciado regalo.
Ellos son nuestros dragones. Y cuando miramos a nuestras emociones con este nuevo poder y las amamos, ellas se calman y muestran su mansedumbre y su entrega fiel. Entonces el cielo se vuelve tan azul y tan claro… abrazando ahora a una Tierra traslúcida con la faz de una bella mujer. Y nosotros montados sobre el lomo de nuestro majestuoso amigo nos elevamos y emprendemos el mágico viaje. El alma goza del juego con alegría y pasión. Las colinas flotan sobre un abismo y las nubes blancas son etéreas, como de hilos de seda. Todo es sublime. Todo suena armónico y bello como en una dulce canción.
Y con esta gran fuerza vital surcamos el paraíso, conquistamos el edén. En el vuelo sentimos la gloria y el éxtasis de este gran poder. Tocamos el Sol y con él nos fundimos en un mar de incomparable paz y profundo silencio; una esfera dorada que rezuma un sentimiento de amor y de Hogar eterno. Es nuestro propio corazón, nuestra propia luz, que sentimos una con el flujo de la vida, con el sagrado latido de Dios que pulsa glorioso en el vibrante Universo.
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© 2010 | Sandra Gusella
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