La señora Benson, una joven madre de familia, se sentía pésimamente. Su marido se encontraba ausente. Su empresa lo había enviado en un curso de actualización. Era la primera vez en su vida de casada que ella se quedaba sola en la casa. Mi esposa fue a hacerle una breve visita para levantarle los ánimos. Con gran sorpresa suya, la señora Benson la saludó sonriente.
-Acabo de recibir otra visita –le dijo-. Vino una señora y después de hablar con ella quedé avergonzada. Pero me alegro tanto.
Mi esposa no entendió nada de lo que le refería la señora Benson.
-Fue la vecina que vive a la vuelta de la manzana –explicó-. Su marido se mató hace poco en un accidente de tránsito y quedó viuda con tres niñitas. Pensar que con lo afligida que debía de estar se acordó de pasar un rato por mi casa a ver cómo me sentía yo. En ese instante me sentí la mujer más afortunada del mundo.
La señora Benson guardó silencio un momento. Añadió entonces en voz baja:
-Creo que aprendí una cosa. Quizá la única manera de curar nuestra propia desdicha es esmerándonos por ayudar a otra persona a superar la suya.
Francis Gay

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