Poco antes de morir, mi suegro llamó a la familia: “Sé que la muerte es apenas un tránsito. Cuando me vaya al otro mundo, voy a dar una señal para confirmar que mereció la pena ayudar a los demás en esta vida”. Su deseo era ser incinerado, y que sus cenizas fueran arrojadas en Arpoador. Falleció dos días después. Un amigo facilitó la cremación en Sao Paulo y, una vez de vuelta en Río, fuimos directos a Arpoador. Al llegar frente al mar, la sorpresa: la tapa de la urna estaba firmemente presa con tornillos. No conseguíamos abrirla.
No había nadie cerca, apenas un mendigo preguntó: “¿Qué es lo que quieren?”.
Mi cuñado respondió: “Un destornillador, porque aquí están las cenizas de mi padre”.
“Él debe de haber sido un hombre muy bueno, porque acabo de encontrar esto justo ahora”, dijo el mendigo. Y extendió la mano, ofreciendo un destornillador.
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