Cuenta un lector que las palabras que transcribo a continuación están escritas en el sepulcro de un obispo anglicano, en una catedral de Inglaterra:
“Cuando yo era joven y mi imaginación no tenía límites, soñaba con cambiar el mundo.
“Cuando me hice más viejo y más sabio, descubrí que el mundo no cambiaría: entonces restringí mis ambiciones, y resolví cambiar solamente mi país.
“Pero el país también me parecía inmutable.
“En el ocaso de la vida, en una última y desesperada tentativa, quise cambiar a mi familia, pero ellos no se interesaron en absoluto, arguyendo que yo siempre repetía los mismos errores.
“En mi lecho de muerte, por fin, descubrí que si yo hubiera empezado por corregir mis errores y cambiarme a mí mismo, mi ejemplo podría haber transformado a mi familia. El ejemplo de mi familia tal vez contagiara a la vecindad, y así yo habría sido capaz de mejorar mi barrio, mi ciudad, el país y –¿quién sabe?– cambiar el mundo”.
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