Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón. Mt 6,21
Cuentan que una vez, un pescador extrajo del mar con una de sus redes un enorme diamante que relucía bajo el sol con un sorprendente brillo. El hombre regresó a su hogar alegre de darse cuenta de lo afortunado que era y pensando dónde guardaría el valioso tesoro que había encontrado.
Llegando a casa, decidió que lo enterraría en el jardín, en el pequeño huerto, junto a los tomates. Cogió una pala, cavó un hoyo, envolvió el diamante en un trozo de paño y lo depositó en el fondo del pozo. Mirando hacia los lados, para estar seguro de que nadie lo había estado espiando, cubrió el hoyo con tierra. Cuando hubo terminado, colocó sobre la tierra recién removida una llamativa piedra amarilla, que le serviría para recordar con exactitud el lugar donde había enterrado su tesoro.
De vez en cuando, alguien visitaba al pescador y recorría su jardín. Al pasar por el huerto, inevitablemente preguntaba por aquella llamativa piedra amarilla. El pescador entonces decía:
- ¿Qué piedra? ¡Ah… esa piedra! Aunque te parezca mentira, es muy valiosa para mí… Cuando la miro, recuerdo lo afortunado que soy.
Tal era la emoción del pescador cuando decía esto que, pronto, otros habitantes del pueblo comenzaron a colocar piedras amarillas, similares a la del pescador, en sus jardines. Muchos se animaron a cambiar el color de la piedra por otra marrón, roja o azul.
Cuenta la leyenda que todavía hoy, si pasas por ese pueblo, verás que no hay casa que no tenga algunas piedras colocadas ex profeso en el jardín. Aquí y allí, escucharás a la gente que habla del color, el tamaño y la belleza de sus piedras… No todos conocen el secreto. Solo unos pocos se ríen en silencio porque saben que casi todos han confundido la señal de un lugar con el verdadero tesoro.Tomado de la revista: “Mente Sana”.Jorge Bucay
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