por Sergio Sinay
Se ha hecho un lugar común empezar el día con la noticia de los muertos de ayer. En las rutas, en otros accidentes, en reyertas públicas o domésticas, en situaciones absurdas o trágicas, casi siempre evitables. Tan lugar común es, que los muertos de hoy serán olvidados mañana (con ayuda del vampirismo mediático, que necesita sangre fresca) para dar lugar a los más recientes, que a su vez serán olvido al día siguiente. Y así. No es buena cosa que una sociedad se acostumbre a las muertes trágicas, absurdas y evitables hasta convertirlas en parte natural de su vida. Cuando la vida no vale nada es porque otros valores se han impuesto. Valores ligados al materialismo más ramplón y egoísta, a la inmediatez más banal, valores intrascendentes, de consumo inmediato.
En un libro intenso, denso e implacable, que se titula Las vidas lloradas, la pensadora y especialista en literatura comparada Judith Butler nos recuerda que nuestra vida es precaria y lo es porque, en cierto modo, está siempre en manos de otro. Otro que conocemos o que desconocemos. En este sentido, y de una manera especial, todos dependemos de todos. Esta precariedad y esta dependencia nos obligan a cuidarnos los unos a los otros. “Ni siquiera se trata de relaciones de amor”, dice Butler. Es una obligación que tenemos hacia los demás, a la mayor parte de quienes ni conocemos ni podríamos nombrar. Es una obligación moral. Y los actos morales tienen su recompensa en sí mismos. No se hacen “para” algo, sino porque es lo que se debe hacer.
Hay una frase en el libro de Butler que me impactó especialmente: “Precisamente porque un ser vivo puede morir es necesario cuidar de ese ser a fin de que pueda vivir”. Para que así sea resulta imprescindible recuperar la noción de que toda vida tiene un sentido y de que eso la hace no valiosa, sino mucho más que eso: invalorable. Una grave consecuencia de la anestesia lenta y efectiva que nuestra sociedad viene consumiendo de manera creciente en los últimos tiempos (digo no menos de cuatro décadas) es el acostumbramiento a que la vida no vale. Vale más el coche, la casa, el celular, la compu, el cargo, el poder, el dinero, el placer inmediato. Las muertes, sobre todo las de otros, son estadísticas, anécdotas. “Cuando leemos noticias sobre vidas perdidas a menudo se nos dan cifras; estas se repiten cada día y la repetición parece irremediable, interminable”, escribe Butler. Las muertes asustan durante unos segundos cada vez más breves y después cada uno vuelve a lo suyo. No hay indignación, no hay rebeldía, no hay un propósito de cumplir con el deber moral de cuidar. No lo hay en los anónimos y mucho menos en los que dirigen y gobiernan, en esos menos que en nadie. Las vidas perdidas ya ni se lloran, total son de otros. Pero, dice Butler, para ser llorada una vida debió ser vivida con un sentido. Acaso todo empieza cuando se pierde la noción y la voluntad de sentido. Después, vale todo. O sea, nada vale.
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