El padre Zeca, de la Iglesia de la Resurrección, en Copacabana, cuenta que estaba en un autobús y, de repente, escuchó una voz diciéndole que debía levantarse y predicar la palabra de Dios allí mismo.
Zeca empezó a conversar con la voz: “Voy a parecerles ridículo. Esto no es lugar para un sermón”, dijo. Pero algo dentro de él insistía en que era necesario hablar. “Soy tímido, por favor, no me pidas esto”, imploró.
El impulso interior persistía.
Entonces, él recordó su promesa –abandonarse a todos los designios de Cristo. Se levantó, muerto de vergüenza, y se puso a hablar del Evangelio. Todos escucharon en silencio. Él miraba a cada pasajero y eran raros los que desviaban los ojos. Dijo todo lo que sentía, terminó su sermón y se sentó de nuevo.
Hasta hoy no sabe qué tarea cumplió en aquel momento. Pero tiene absoluta certeza de que cumplió una tarea.
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