Mi nieto nació aquí, en Nazareth, en el mes de enero. La noche del nacimiento de Jesús unos
hombres que venían de Levante nos visitaron. Se trataba de unos extranjeros que habían llegado de Asdrolón con las caravanas que mercan con Egipto. Nos solicitaron hospitalidad en nuestro hogar,
pues en el albergue no encont raban lugar para pasar la noche. Les di la bienvenida y les informé:
-Mi hija acaba de dar a luz un varón; vosotros, sin lugar a dudas, me disculparéis si no os hago las
cumplimentaciones que merece vuestra permanencia aquí.
Me agradecieron el haberles dado hospedaje, y, luego de cenar me dijeron:
-Es nuestro deseo conocer al recién nacido.
El hijo de María era un bebé muy hermoso; ella misma era muy bella y atrayente. Ni bien los
extranjeros vieron a María y a mi nieto, extrajeron de sus bolsas oro y plata y lo dejaron a los pies del
niño. Luego le ofrendaron incienso y mirra y prosternándose, más tarde oraron en un idioma que no
comprendimos.
En el momento de conducirlos al aposento que había preparado para que reposaran, penetraron en el
mismo con un aire de recogimiento, como maravillados por lo que acababan de ver. Cuando salió el
sol se marcharon para continuar s u camino hacia Egipto; mas antes de partir me dijeron:
-A pesar de tener su nieto un día de edad hemos podido ver en su mirada la luz del Dios que
adoramos, y hemos visto también Su sonrisa a flor de labios. Por eso, le rogamos que cuide de Él como
para que Él la cuide después.
Y luego de decir esto, montaron en sus dromedarios y nunca más los hemos vuelto a ver.
En lo que respecta a María su felicidad no era, con todo, tan grande como su asombro y admiración ante
su vástago. Detenía la mirada largamente sobre su rostro, y después la perdía en el horizonte, a través de la
ventana, absorta como si estuviera contemplando una revelación del cielo.
El niño fue creciendo en edad y en espíritu, y se mostraba absolutamente distinto de sus compañeros de
juegos, pues buscaba la soledad y no permitía que se le mandara, y nunca pude poner mis manos sobre él.
Y era muy amado por todos los habitantes de Nazareth. Luego de unos años supe el porqué y el motivo
de ese cariño y apoyo. Varias veces se llevaba la comida y la regalaba a los extranjeros que pasaban, y si yo
alguna vez le daba un trozo de golosina, lo ofrecía a sus compañeros sin comer de él ni siquiera un trozo.
Trepaba a los árboles frutales de nuestra huerta y le llevaba los frutos a los que no tenían en la suya. Y
varias veces le he visto jugar carreras con los chicos de la aldea; cuando se daba cuenta que alguno se le
había adelantado, disminuía, a propósito, la velocidad de su marcha para que pudieran ganar sus
contendientes. Y cuando lo conducía por la noche a su cama para que descansara acostumbraba decir:
-Dile a mi madre y a las otras que únicamente mi cuerpo descansa, pero mi espíritu las acompaña hasta
que el de ellas se asome a mi Alba.
Y muchas otras cosas más, como por ejemplo esa hermosa parábola que me contaba cuando aún era un
pequeño, pero que ahora, en mi vejez, la memoria me impide acordarme con fidelidad de ella.
Hoy me han dicho que no volveré a verlo nunca, mas... ¿cómo podré creerles? Si ahora mismo sigo
oyendo su risa y el eco de sus pisadas todavía resuena en el patio de nuestra casa, y si beso el rostro de mi
hija percibo aún el aroma de sus besos derretirse sobre mi alma; como también siento su hermoso cuerpo
flotar estrechado contra mi pecho. Mas, ¿no es cierto que es extraño que María no haya hablado nunca más
de su hijo cuando yo estaba presente? Varias veces creí sentir que ella misma tenía necesidad de verlo, pero
como una estatua de metal, de esa manera se inmovilizaba ella meditando ante la luz diurna, de tal forma
que mi alma se derretía y corría por mi pecho como si fuera un río.
Pero, quién sabe; quizás ella sepa más que yo; y ruego al cielo que me cuente todo lo que sabe del
misterio que no alcanzo a descubrir
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