Una de estas madrugadas me quité todos los disfraces, uno por uno.
Primero el de sabiondo, después el de indispensable, a seguir el de importante y luego el de prepotente.
Descansé un poco y continué.Le tocó el turno al disfraz de director y al de poeta y al de escritor, y por último al de capitalista y explotador.
Lleno de curiosidad y no menos temor me acerqué al espejo a mirarme, y lo primero que encontré frente a mí fue un gran dedo acusador que me apuntaba con cara de pocos amigos, pero lo que más me impactó fue comprobar que lo que sobró de mí era lo único que había olvidado que era.
Sí, por detrás del gran dedo que no paraba de acusarme sin palabras aparecía reflejada la imagen de un chico lleno de años por vivir, con una pelota de goma bajo el brazo, una honda en la mano, una sonrisa virgen en los ojos, un futuro brillante a sus pies, una esperanza enorme que no cabía en los bolsillos, la frente sin arrugas, el cuerpo sin heridas, la vida sin dolores.
Sí, fue eso lo que vi, hasta que de repente desperté, y al buscarme entre los pliegues de las horas nocturnas no pude encontrarme por más que lo intentara.
Ahora, cuando el día transformó la madrugada en un simple pretérito, sólo sé que no sé donde estoy y que apenas supongo quien soy, y por eso lo único que puedo y lo único que hago es empezar a buscarme.
Iniciaré la investigación en el espejo, y si allí no me encuentro iré hasta unos veinte años atrás, y si tampoco me hallo, entonces no tendré más remedio que sentarme sobre las horas que pasan y esperarme hasta que vuelva cuando vuelva y venga de donde venga.
Bruno Kampel
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