Había un rey en España que se sentía muy orgulloso de sus antepasados, y al que se le conocía por su crueldad con los más débiles.
Cierto día, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón, donde años atrás había perdido a su padre en una batalla, cuando encontró a un hombre santo revolviendo una enorme pila de huesos.
–Pero, ¿qué está haciendo ahí, buen hombre? –preguntó el rey.
–Con los debidos respetos a su altísima majestad –dijo el hombre santo–. Cuando supe que el rey de España pasaría por aquí, resolví reunir los huesos de su difunto padre para entregárselos. Pero muy a mi pesar, por mucho que busco, no consigo encontrarlos: no hay manera de diferenciarlos de los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos, de los esclavos...
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