Las
demandas físicas y psicológicas a las que las mujeres están expuestas
en nuestros días son mucho más considerables que las de los hombres: el
cuerpo de la mujer se considera –en el discurso político y oficial– un
lugar de consenso público, sobre el que la ley debe erigirse como
protector, pero también como el terreno donde la opresión se ejerce con
una normalidad aterradora.
Desde la
cosmética facial a la cirugía plástica, y desde la química de la piel y
el cabello hasta la ingeniería reproductiva (sin contar la siempre
perenne represión sexual), cada célula de la mujer es un espacio público
en disputa.
Reaccionando contra la normalización de la violencia contra la mujer a través de la industria de la belleza, la artista Jessica Ledwich presentó la serie The fanciful, monstruous feminine (algo así como “el original y monstruoso femenino”); una
colección de imágenes donde el proceso de producción de la belleza
femenina se enmarca como un subproducto del dolor –una suerte de tortura
industrializada donde cada mujer es la torturadora por excelencia de sí
misma.
Ledwich muestra también con desoladora ironía cómo la imagen de la femme fatale desborda
la esfera del glamour y la moda para invadir el terreno de la
maternidad, como si la seductora y la madre (los arquetipos de María
Magdalena y la Virgen María) se fusionaran –sin reconciliarse– en una
mujer-frankenstein, producto de la técnica de un demiurgo que fiscaliza
el cuerpo femenino incluso a nivel celular.
Si Primo Levi se preguntaba hace más de medio siglo Si esto es un hombre (con
respecto a la experiencia de los campos de concentración en la Segunda
Guerra Mundial), el trabajo de Ledwich podría utilizarse como predicado a
la declaración sobre si esto es una mujer: un cuerpo cuya
apariencia, medidas, funcionamiento, ciclos y expectativa de uso no es
más que otro producto regulado por leyes cuyas órbitas de circulación se
encuentran siempre de antemano trazadas; un cuerpo –un lugar imposible
de conquistar, una utopía– que la mujer transforma según las pautas de
su momento histórico y el patrón de belleza al uso.
Si el
hombre –como especie– puede sobrevivir al campo de concentración y a la
experiencia de la tortura y la destrucción de la dignidad, cabría
preguntarnos si la mujer –como género– no está siempre de antemano
encerrada en las premisas donde la sociedad decide que debe moverse.
Como si de algún modo la mujer no pudiera salir de un campo de
concentración que lleva consigo –en el espejo– a todas partes.
Twitter del autor: @javier_raya
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