Debí sentirme más feliz. Faltaban tres días para Navidad y conducía sola por un camino rural en nuestra comunidad montañosa entregando galletas hechas en casa a los encerrados.
Había pasado los últimos dos días con amigos de la iglesia, mezclando harina, dándole forma a las bolitas, derritiendo chocolate, horneando docenas y docenas de todo tipo de galletas navideñas. Habíamos cubierto cada superficie en mi cocina con galletas, riéndonos fuertemente de nuestros chistes y cantando fuera de tono.
Sostenía una conversación con mi Señor acerca de la muerte de mi mamá cuatro meses antes. Habíamos tenido esta conversación anteriormente y cada vez el Señor me había dado paz. Y sin embargo, surgían una y otra vez: las mismas preguntas. Una y otra vez: “¿Por qué tuvo mi santa madre que soportar tantos años de dolor extremo antes de morir? ¿Por qué no tengo paz sobre dónde se halla en este momento? ¿Por qué, Señor, por qué?”
Entregué todas las galletas que me habían sido
asignadas, saludando calidamente a los encerrados que no tenían ni idea de la batalla que libraba por dentro.
En mi última parada, una dama, al aceptar la caja de galletas, me besó en la mejilla y susurró: “Eres un ángel, ¿lo sabes?” Nada más lejos de la realidad y yo lo sabía. De vuelta en el auto, conduje una corta distancia, y me detuve junto a una desgastada cerca de rieles y me estacioné. No había casas a la vista.
Apoyé mi cabeza sobre el timón y lloré. Extrañaba a mi mama. Esta sería mi primera Navidad sin ella. No tenía paz en mi corazón sobre dónde se encontraba. Conocía bien el versículo aquel que plantea que “estar ausente del cuerpo es estar presente con el Señor”. Sin embargo, lloré sola en aquel camino, incapaz de aceptar la paz que Dios estaba ansioso de darme.
Finalmente, desesperada y sin pensamiento alguno de precedente bíblico, le pedí al Señor una señal. Una señal de que le importaba; una señal de que me había oído: una señal de que me amaba. Secándome los ojos, regresé a casa donde preparé en silencio la cena para mi esposo.
Estábamos solos; nuestros hijos, ya casados, viven en otra parte del estado. A la mañana siguiente, mientras me vestía para la iglesia, mi esposo se volteó rápidamente sorprendido y me preguntó: “¿Dónde lo hallaste?” “¿Hallar qué?” pregunté, arreglándome la falda delante del espejo. “¡El rubí!” ripostó. “¿Es ese tu rubí sobre la sobrecama?”
Me apresuré a la cama, tome el rubí, lo sostuve contra mi pecho y comencé a llorar.
Un año antes, mi esposo y yo habíamos celebrado un importante aniversario de bodas. Mis hermanos, juntando sus recursos, me habían regalado un hermoso rubí en una sencilla cadena de oro. La siguiente semana y de manera inexplicable, la piedra se había soltado de su montura y nunca fue hallada, dejándome angustiada en extremo.
Lo había buscado por casi un año, barriendo las alfombras, revisando los desvanes, mirando en los lugares menos probables por este rubí que me había ligado amorosamente a mis hermanos con fuerza umbilical. Y ahora, esta mañana de domingo, el rubí apareció de la nada en el centro de nuestra sobrecama. Y algo más curioso aún es que la cama había sido hecha menos de media hora antes.
Mi esposo, percibiendo mi sospecha, colocó sus manos firmemente sobre mis hombros y me aseguró que, como cristiano, él podía afirmar que no sabía nada del paradero del rubí o cómo había terminado en nuestra sobrecama. Mirándole a lo profundo de sus ojos, le creí. Giré la piedra preciosa de un lado para otro en la palma de mi mano. ¡Cuán parecido a las maneras de Dios!
Él sabía de mi fe defectuosa. Me sorprendió con gozo. No podía haber otra explicación… y no la busqué tampoco.
Mariane Holbrook
Renuevo de Plenitud
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