Después de volar toda la noche desde Washington D.C., al llegar a la iglesia Mile High, en Denver, para dirigir tres servicios y un taller sobre conciencia para la prosperidad, estaba muy cansado. Entré en la iglesia y el Dr. Fred Vogt me preguntó:
-¿Oyó hablar de la Fundación Pida un Deseo?
-Sí –respondí.
-Bueno, a Amy Graham le diagnosticaron leucemia terminal. Le dieron tres días. Su último deseo fue asistir a sus servicios.
Me quedé helado. Sentí una combinación de alegría, temor, respeto y duda. No podía creerlo. Pensé en los niños que están muriéndose y quieren ir a Disneylandia, conocer a Sylvester Stallone, a Mr. “T”, o a Arnold Schwarzeneger. Sin duda no desearían pasar sus últimos días escuchando a Mark Victor Hansen. Por qué una chica con apenas unos días de vida habría de querer oír a un predicador. De pronto, alguien interrumpió mis pensamientos...
-Aquí está Amy –dijo Vogt, al tiempo que ponía la mano frágil de ella en la mía. Frente a mí, había una chica de diecisiete años. Un turbante de brillantes colores rojo y anaranjado cubría su cabeza que había quedado pelada debido a los tratamientos con quimioterapia. Su cuerpo estaba encorvado, debilitado. Dijo:
-Mis dos metas eran terminar el secundario y estar presente en su charla. Mis médicos no me creían capaz de ninguna de las dos cosas. No pensaban que tendría energía suficiente. Me mandaron de vuelta con mis padres... Estos son mamá y papá.
Me brotaron las lágrimas; estaba ahogado. Mi equilibrio se tambaleaba. Estaba profundamente conmovido. Carraspeé, sonreí y dije:
-Tú y tu familia son nuestros invitados. Gracias por querer venir.
Nos abrazamos, nos miramos a los ojos y nos separamos.
He asistido a muchos seminarios de sanación en Estados Unidos, Canadá, Malasia, Nueva Zelandia y Australia. He visto trabajar a los mejores sanadores y he estudiado, investigado, escuchado, analizado y cuestionado qué funciona, por qué y como.
Ese domingo a la tarde dirigí el seminario al que asistían Amy y sus padres. El público desbordaba con más de mil asistentes ansiosos por aprender, crecer y ser más plenamente humanos.
Con humildad, les pregunté si querían aprender un proceso de sanación que podía servirles para la vida. Desde el estrado, parecía que en el aire se alzaban las manos de todos los presentes. Querían aprender.
Les enseñé a frotarse con fuerza las manos, separarlas unos cinco centímetros y sentir la energía sanadora. Después, los hice formar parejas para sentir la energía sanadora que sale de una persona a otra. Dije: “Si necesitas una cura, acéptala aquí y ahora”.
El público estaba unido y se vivió una sensación de éxtasis. Expliqué que todos tenemos energía sanadora y potencial sanador. En un cinco por ciento de nosotros, brota con tanto impulso de nuestras manos que podemos transformarlo en nuestra profesión.
-Esta mañana –expresé-, me presentaron a Amy Graham, una chica de diecisiete años cuyo último deseo era estar en este seminario. Quiero traerla hasta aquí y que todos ustedes le envíen una energía de vida sanadora. Tal vez podamos hacer algo. Ella no lo pidió. Lo hago espontáneamente porque considero que es bueno.
El público entonó: “¡Sí, sí, sí!”
El padre de Amy la acercó hasta el estrado. Se veía debilitada por la quimioterapia, demasiado reposo en cama y una absoluta falta de ejercicio. (Los médicos no la habían dejado caminar durante las dos semanas anteriores al seminario).
Hice que el grupo se calentara las manos y le enviara energía sanadora, después de lo cual hubo una emotiva aclamación de pie.
A las dos semanas, me llamó para decirme que el médico le había dado el alta después de su total recuperación. Dos años más tarde, me llamó para decirme que se casaba.
Aprendí a no subestimar nunca el poder sanador que todos tenemos. Siempre está listo para el mayor bien. Sólo tenemos que acordarnos de usarlo.
Mark V. Hansen
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