Los días grises no se ven con la retina, se sienten en el alma. No se huelen ni se saborean, se sufren con nostalgia por lo que dejan de aportarnos.
Siempre se cuelan en la alegría, se hacen hueco, se adelgazan para caber por las rendijas y tienen la habilidad de invadirlo todo con la rapidez del viento.
Es como si tuviesen la facultad de voltearnos, de zarandearnos de una orilla a otra, de instalarnos en la desesperanza a pesar de acabar de brillar el sol.
Las nubes aparecen, la tormenta, a punto de estallar, se expande con su bruma entre la esperanza y cuando creemos que el día no oscurecerá, olvidamos que siempre termina.
Hay charcos, fangos y aguas estancadas que siempre huelen. La solución pasa por tener mala memoria y ser selectiva en las batallas, incluso en ni siquiera presentarlas.
Lo que vemos siempre existe. Lo que no queremos ver siempre se oculta. Pero este autoengaño siempre se vuelve contra sí mismo y acabamos por ver, aunque nos resistamos, y terminamos por aceptar para poder trascender más tarde.
Tal vez sea la única forma de aligerar el gris. No resistirse a lo evidente, dejarnos llevar por lo manifiesto y fluir con lo se hace clarividente sin palabras.
Parar, asumir, reflexionar y volver a actuar. Stop, finish, closed …silencio, quietud, soledad, unidad, conexión, centramiento, perdón, gratitud…
Respiro profundo.
Om Shanti.
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