Las jirafas tienen el cerebro a tres metros del corazón. Separan los sentimientos de los pensamientos por razones de altura.
Los ratones, sin embargo, son pequeñitos y escurridizos. Tienen el corazón y la cabeza tan cerca, tan cerca, que es difícil distinguirlos. Los ratones nunca saben si piensan lo que sienten o sienten lo que piensan, pero no se interesan por las ecuaciones. Aparecen y desaparecen por arte de magia y de sangre que nunca se sabe dónde está. Arriba o abajo. En el latido o en el calambrillo exacto de alguna neurona loca. Allí encierran paisajes azules como los bosques que hay al norte de esta isla y que todos olvidamos en nuestras vidas de jirafas cuellilargas y pensantes.
El corazón de las jirafas pesa doce kilos y medio bom bom bom.
Pero los ratones tienen corazones ligeros tictac tictac para que no les pese ir de un sitio para otro apresuradamente, ni bombear las emociones tan rápido que se escapen siempre de las razones y la sensatez.
El cerebro de las jirafas se siente tan solo que ha olvidado ordenar sonrisas. Pero el ratón sonríe porque se sabe siempre tan acompañado por un latido levadizo que le lleva de la mano al recuerdo de los bosques de los que procede. Y por eso no tiene que agachar la cabeza para acercársela al corazón.
Fábula del ratón y la jirafa”, del libro “Yo soy, yo eres, yo es” de Juan Bonilla
“Tu que eres, ¿jirafa o ratón?
VÍA EL TRASTERO DE MI MENTE
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