El monje budista australiano Ajahn Brahm incluye en su libro de pequeñas historias con moraleja una anécdota que me está siendo muy útil estos días. Este hombre, que nunca en su vida había trabajado con las manos (era profesor de física antes de hacerse monje) tuvo que levantar las paredes de su monasterio en Perth (Australia), junto con otros monjes. Sin presupuesto para pagar a un constructor, aprendió a colocar ladrillos con paciencia y determinación. “Como monje, tenía paciencia y todo el tiempo del mundo”, escribe. “Me aseguré de que cada ladrillo quedase perfecto, sin importarme cuánto tardaba. Cuando terminé mi primera pared y me alejé unos pasos para contemplarla, me di cuenta de que me había equivocado con dos ladrillos. Todos los demás estaban perfectamente alineados, pero esos dos estaban un poco inclinados. ¡Estropeaban toda la pared! Para entonces, el cemento ya estaba demasiado duro como para poder sacar los dos ladrillos, así que pedí al abad permiso para echar la pared abajo y comenzar de nuevo. El abad, claro, dijo que no”.
“Cuando mostraba las obras a los primeros visitantes”, prosigue Brahm, “siempre tratataba de evitar mi primera pared de ladrillos. Hasta que un día, tres o cuatro meses después de haber terminado la obra, estaba caminando con un visitante que reparó en ella. ‘Qué pared tan bonita´, dijo mi visitante. ´Señor´, respondí sorprendido. ´¿Se ha olvidado las gafas en el coche? ¿No se da cuenta de que esos dos ladrillos mal puestos estropean toda la pared?´”
“Lo que dijo después cambió mi perspectiva sobre esa pared, sobre mí mismo, y sobre muchos otros aspectos de la vida. ‘Sí, puedo ver esos dos ladrillos mal puestos. Perotambién puedo ver los otros 998 buenos‘”.
“Me quedé estupefacto. Por primera vez en más de tres meses, fui capaz de ver otros ladrillos en esa pared, además de los dos errores. Por encima, por debajo, a la izquierda y a la derecha de los ladrillos malos había ladrillos buenos, perfectos. Y lo que es más, los ladrillos buenos eran muchos, muchos más que los malos”, concluye Brahm.
¿En qué te fijas? ¿En los dos ladrillos mal puestos o en los 998 restantes?
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