Durante una conferencia en Australia, una joven se aproxima. “Quiero contarle algo” me dice: “Siempre pensé que tenía el don de curar, pero nunca había tenido el valor de utilizarlo con nadie. Un día, mi marido tenía mucho dolor en su pierna izquierda, no había nadie cerca que pudiera ayudar y decidí –aunque muerta de vergüenza– colocar mis manos sobre su pierna y pedir que el dolor desapareciera.
Actué sin creer que sería capaz de ayudarlo. De repente, escuché que rezaba en voz alta: “Permite, Señor, que mi mujer sea mensajera de Tu luz, de Tu fuerza”, decía. Mi mano comenzó a calentarse y el dolor de él desapareció.
Después le pregunté por qué había rezado de aquella manera, y me contestó que no recordaba haber dicho nada. Así, hoy soy capaz de curar porque él confió en que era posible”.
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