Separarse, aumir que lo que terminó ya no está. Resituarse en la vida que sigue, aceptando que nada será igual, pero igual será.
Y será distinto y seré diferente, porque algo de lo anterior quedo en mí. Siempre que se llora por la pérdida de un compañero o compañera de ruta, habrá un camino de lágrimas que recorrer.
No importa el tiempo compartido, no importa si te quitaron esto que lloras o no; si lo dejastes por algo mejor o por nada, no importa; el dolor de la pérdida es por la despedida de aquello -persona, cosa, situación o vínculo- gracias a lo que de alguna manera eres.
Uno llora a aquellos gracias a quien es.
No tiene sentido querer seguir adelante sin elaborar el duelo después de la pérdida, no tiene sentido pretender que, una vez pasado lo peor, no quede siquiera una cicatriz.
¿Cicatriz?
Sí.
¿Para siempre?
Para siempre.
Entonces… ¿No se recupera?
Se supera, pero no se olvida.
Las cicatrices del cuerpo, cuando el proceso de curación es bueno, no duelen y, con el tiempo, se mimetizan con el resto de la piel y así no se notan, pero si te fijas allí están.
Cuesta trabajo poder soltar lo que ya no tienes, poder desligarte y empezar a pensar en lo que sigue. Ese es el peor desafío que implica ser un adulto sano, saber que puedes afrontar la pérdida de cualquier cosa.
SI DE NOCHE LLORAS PORQUE EL SOL NO ESTÁ, LAS LÁGRIMAS TE IMPEDIRAN VER LAS ESTRELLAS.
VÍA EL TRASTERO DE MI MENTE
No hay comentarios:
Publicar un comentario