Hablaba con una amiga sobre la vida. Me contaba que había ido al médico a hacer una visita para controlar una infección y este le había recetado de paso, un controlador de serotonina. La había escudriñado durante unos segundos y conociendo su historial, le había recomendado esas pastillitas de la felicidad, que le aseguraban que el nudo que le asfixia a la altura del esternón, desaparecería.
Me comentaba, que siendo como somos, todo química, una pastillita de color le aseguraba un bienestar seguro.
Reflexionábamos sobre lo fácil que se ha vuelto explicarlo todo. El amor, la tristeza, la rabia, el dolor, … Todo son respuestas químicas de un laboratorio que se me antoja clandestino, por lo mal que funciona a veces.
Pierdo el suelo bajo mis pies cuando pienso en las múltiples sustancias que hacen que las percepciones se vean manipuladas.
Entonces, ¿cuál es la realidad? En un documental hablaban de que todos nos hemos puesto de acuerdo para ver el mismo entorno. Llevamos las mismas gafas de tocino, como hubiera dicho mi hermana.
Tengo la sensación de estarme metiendo en un jardín del que no voy a ser capaz de salir.
Mi amiga decía que ella preferiría que le enseñaran a manejar esas emociones que le producen ese nudo en el estómago antes que inflarse a pastillas.
Imagino en mi laboratorio cerebral a un rastafari medio fumado, trasteando entre tubos de ensayo. Me gusta la idea.
Cuando me sienta triste, pensaré que mi químico particular se le ha ido la mano de lágrimas y me ha bajado la dosis de risa. Y me daré un cocotazo en la cabeza para despertarlo de su somnolencia para que haga bien su trabajo.
Aunque sea verdad que sólo somos química, reducirlo todo a una tabla periódica…
VÍA YO EVOLUCIONO
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