Una chica (mayor que la de la primera historia) iba hacia la casa de su abuela, situada en una montaña. Llovía a cántaros, el viento soplaba y los truenos retumbaban a cada momento.
Cuando ya estaba casi llegando a su destino, sintió que algo le rozaba los pies. Y al mirar hacia abajo, observó que era una serpiente.
—Me estoy casi muriendo— dijo la serpiente. Hace mucho frío, no hay comida en esta montaña, por favor, ¡protégeme! Cobíjame bajo tu abrigo, salva mi vida y seré tu mejor amiga.
A pesar de la tempestad, la chica se detuvo y comenzó a reflexionar. Miró la piel dorada y verde de la serpiente, y se dijo a sí misma que jamás había visto nada tan hermoso. Pensó en cómo provocaría la envidia de sus amigos de clase al aparecer con una serpiente que la defendería de todo. Y finalmente dijo:
—Está bien. Te salvaré porque los seres vivos merecen cariño.
La serpiente se hizo amiga de la niña, le sirvió para asustar a las personas agresivas del colegio y le hizo compañía en los días solitarios. Hasta que una noche, cuando estaba haciendo sus deberes en la casa, sintió un dolor agudo en el pie derecho. Al mirar hacia abajo, vio que la serpiente la había mordido.
—¡Tú eres venenosa!— gritó. ¡Me moriré enseguida!
La serpiente no dijo nada.
—¿Cómo me haces esto, si yo salvé tu vida?
—Aquel día, cuando tú te inclinaste para salvarme, sabías que yo era una serpiente, ¿o no? Y, lentamente se fue arrastrándose.
PAULO COELHO
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