Al poco tiempo, los habitantes de la aldea habían descubierto que la serpiente se había hecho inofensiva. De modo que se dedicaban a tirarle piedras y a arrastrarla de un lado a otro agarrándola por la cola.
La pobre y apaleada serpiente se arrastró una noche hasta la casa del Maestro para quejarse. El Maestro le dijo: “Amiga mía, has dejado de atemorizar a la gente y eso no es bueno”.
“¡Pero si fuiste tú quien me enseño a practicar la disciplina de la no – violencia!” “Yo te dije que dejaras de hacer daño, no de silbar”.
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