Un indio que vivía en una reserva fue a una ciudad cercana a visitar a un hombre blanco al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande, llena de coches, de ruidos, de multitud de personas apresuradas, era algo nuevo y desconcertante para el indio.
Iban los dos paseando por la calle cuando, de repente, el piel roja tiró a su amigo de la manga y le dijo:
—¡Párate un momento! ¿Oyes? ¡Escucho el canto de un grillo!
—¿Qué oyes un grillo? —el hombre blanco aguzó el oído. Después, sacudió la cabeza—. Yo lo único que oigo es el ruido del tráfico. Me parece que estás en un error, amigo, aquí no hay grillos... y, en el caso de que los hubiese, sería imposible escucharlos en medio de este estruendo.
Pero el indio avanzó unos pasos, quedándose parado ante la pared de una casa donde había una vid silvestre... ¡Allí estaba el grillo! Su amigo afirmó con la cabeza, a la vez que decía:
—Está claro que sólo tú podías oír al grillo. Tú eres indio, y los indios tenéis el oído más desarrollado que los blancos.
—No estoy de acuerdo con eso —respondió el indio—. Atiende, que te voy a demostrar algo.
Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda, y la dejó caer sobre la acera. Al oír su tintineo cuando chocó con el asfalto, todas las personas en varios metros a la redonda se volvieron, mirando a todos lados. El indio recogió la moneda, a la vez que decía:
—Nuestro oído no es mejor que el vuestro. Simplemente, cada uno oye bien sólo aquello a lo que le da importancia.
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