sábado, 8 de diciembre de 2012

Sólo cuando le damos valor a la muerte, le damos valor a la vida.



Mateo, de dos años y con la energía de un niño feliz, brinca desde la orilla de la alberca y se sumerge dentro del agua una y mil veces sin parar. Se siente muy seguro y confiado gracias a los flotadores que su mamá le colocó a regañadientes en los brazos.

Al preparar su siguiente salto al agua, más rápido de lo que pude reaccionar, se quitó uno de los flotadores –decidió que le estorbaba– y lo aventó fuera de la alberca. ¡Splash!, se lanzó como siempre, sólo que sintió la angustiosa realidad de hundirse sorpresivamente. Como en cámara lenta mi mente lo registró y lo saqué tan rápido como pude. Segundos eternos en los que los dos aprendimos la lección: Mateo sobre la utilidad de esos aditamentos que creía una necedad; y la abuela, sobre la fragilidad de la vida.

Así somos los humanos. Borges decía que no hay un absurdo mayor que la inmortalidad de los dioses, porque cuando crees que vas a vivir eternamente, es cuando cometes tonterías. ¡Ah, es cierto! Necesitamos que la vida nos quite un flotador para entonces sí apreciarla. Irónicamente requerimos de las crisis y la fricción, necesitamos sentir el hundimiento, el vacío y tener algún tipo de disonancia, de dolor, porque, paradójicamente, es lo que nos abre a la vida. Ciertamente si estuviéramos en el paraíso, no nos moveríamos nunca. Cuando sientes que te hundes –si algo tiene de positivo– suena la campana para que el alma se manifieste.

Como dijo Nietzsche: "Eres igual que un cerillo: para que puedas vivir, tienes que consumirte".

Así es, a ese consumirnos constantemente le llamamos vida. Sólo cuando le damos valor a la muerte, le damos valor a la vida.

Autor Desconocido

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