Aprendemos andando a gatas. Entre sombras y tinieblas; entre fracasos y gozos.
Comenzamos por ensayar pócimas y descubrir su efecto. Recurrimos a conjuros para sentirnos capaces de manipular, de alguna forma, las contraindicaciones del ejercicio de vivir. No hay recetas para acertar en la vida. Por eso, ante la ausencia del procedimiento científico solo queda la fuerza de lo invisible.
Aprender magia es sencillo. Los niños lo hacen muy bien cuando arrancan la sonrisa de los padres, aún en un enfado; cuando ven oportunidades en los errores para convertirlos en el nuevo comienzo de otra cosa, cuando esperan que se cumpla lo inalcanzable y lo consiguen. Lo saben cuando convierten una caja en un juguete o una cuerda en una serpiente. Pero sobre todo lo saben cuando el lapicero es en sí mismo una varita mágica aunque sirva a la vez para escribir.
En realidad, son los más mágicos de todos los magos y lo son por ver dimensiones nuevas en realidades viejas, por descubrir un doble fondo que transforma el carácter plano de la vida prolongándole en longitud y anchura para que quepan muchas otras oportunidades que al resto se nos escapan.
Ser aprendiz de mago es tan simple como volver a la niñez para adquirir, de nuevo, una visión ampliada de la realidad.
Tener en la mirada un gigantesco ojo de pez capaz de captar las imágenes más increíbles de un mundo que nos muestra solo una parte cuando lo observamos. Aquellas que incluyan lo posible y lo imposible, el antes y el después, el pasado y el futuro…así como todos los contrarios que moran en los sueños y hacer con todo ello un camino multicolor fácil de recorrer.
VÍA MIRAR LO QUE NO SE VE
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