Dos
Cada Espíritu que se anima a ser gestado sabe que al querer vivir va a tener muchas ganas de querer lograr cosas, porque estará colmado de Esperanzas.
También para entretenerse mantendrá activos los defectos con los que va a lidiar el resto de sus vidas.
Por lo menos con sus pequeños o grandes defectos mantendrá entretenidos a los que lo rodean.
Tú ya tienes la felicidad de estar en la aventura de la vida.
Y el Francesco ése, el de antes, ahora convertido en Luz. Una luz de esplendor, amor e inocencia, bajó planos, recorrió con cierta rapidez cada uno de ellos. Mientras avanzaba en su descenso, el Cielo iba cambiando de aromas, de perfumes, de cantos, de coros angélicos y huestes celestiales.
Y él fue en busca de esa energía que emanaban los padres que él había elegido tener.
El espíritu de Francesco había merodeado durante dos años el bonito cuerpo de su madre.
Él entró uniéndose al cuerpo de su progenitora.
Pero luego una fuerza, una fuerza inmensa, lo tiró hacia arriba. En segundos volvió a estar en el mismo lugar del Cielo y hasta con el mismo Maestro que le había dado tan cariñosa dependida.
Ya en la Tierra habían pasado tres meses. —¿Qué haces nuevamente aquí?
—Pues no lo sé, creo que hice algo mal. Estoy en el Cielo nuevamente, ¿No es así?
—Claro que lo estás… pero quédate tranquilo, volverás a la Tierra. Es que algunas veces el sistema de nacer falla, Tienes que hacerlo con mucha más lentitud, a veces se necesita un poco de paciencia. Volverás a entrar, pero ¡¡Hazlo con ganas!!
—¡Es que lo hice con ganas, me gustó hacerlo!
—Por eso mismo te lo digo. Cuando entraste al cuerpo de tu madre con tantas ganas, sin querer lo hiciste de un modo brusco y entonces el cuerpo de tu madre no soportó tanta energía y abortó el espíritu. Ahora tienes una nueva oportunidad, así que vete, ya es hora.
—Está bien, lo intentaré nuevamente. ¡Adiós Maestro!
—Adiós, mí querido Francesco.
Francesco entró, por fin, al cuerpo de su madre, y se quedó calientito nueve meses, a veces con ganas de estirarse. Otras veces podía atisbar un poco la Luz del sol, pero tuvo que armarse de paciencia para esperar las nueve lunas hecho un ovillo. Unas veces dormía, y otras sentía que el lugar lo iba apretando, ya no veía la hora de nacer para conocer a su madre, quien junto a él le mostraría la vida.
El bebe en algunos momentos podía escuchar las voces de sus padres.
Amaba el latido del corazón de su madre y a medida que iba creciendo en el vientre, el lugar le iba quedando más pequeño, y él pateaba con sus piernillas y sus piecitos, recién terminados por la sabiduría de las células perfectas creada por el Gran Padre.
Había momentos agradables, como cuando se colocaba un dedo en la boca y sus manos le parecían mágicas y divertidas, pero de vez en cuando una luz le molestaba.
Después pudo darse cuenta que esa molestia la causaban las benditas ecografías, donde sus padres podían espiarlo. Algo que él también hubiera querido hacer, pero todavía no se ha inventado máquina alguna que ayude a los bebés a curiosear a sus padres.
—¿Cómo será nacer? —se preguntaba el bebé—. ¿Por qué no habré elegido ser mujer? Ese detalle se me pasó por alto —pensaba la conciencia del bebé—. ¿Será que estos papas necesitan un varón?, ¿será que en mi próxima vida elegiré ser mujer? ¡Ellas son lo más bendito que existe en la Tierra!
Y pasaron las nueve lunas, los nueve meses de espera, esa expectativa que en los últimos días se hace eterna. Él empezó a sentir que el lugar que lo cobijaba ya le estaba dando la despedida. Las contracciones del útero empezaron a empujar su cuerpecito y en la bolsa que lo cobijaba ya no estaba ni siquiera su agüita calientita que lo acariciaba.
Alguien lo tomó con un guante, le torció un poco la cabeza, y eso dolió. Segundos después se vio tomando su primer respiro, y a pesar de que la otra mano del guante le dio un golpecito en el trasero, él sólo atinó a reír. Hacía mucho frío donde estaba, pero la temperatura no obstaculizaba su sensación de inmensa felicidad. Su amorosa madre lo abrazó y él sin poder ver con claridad creyó advertir lágrimas de alegría en ella. Estar en los brazos de la madre era tener la misma sensación que estar flotando en el Cielo.
¡Hay tantas formas de estar en el Cielo mientras estás en la Tierra!, le había dicho una vez un Maestro del Cielo al Alma de Francesco.
Y en las salas de partos y en los quirófanos, los Ángeles asisten, como el Arcángel Rafael, que hace símbolos en los vértices de las paredes para proteger el cuerpo del recién nacido.
Cuando un bebé nace, los Ángeles que están en la sala de partos aplauden y bailan entre ellos. Mariposas celestiales aletean alrededor de los angelitos. Los duendes de la Madre Tierra saltan encima de la camilla sin que nadie se dé cuenta. Un libro dorado salta de las bibliotecas sagradas y se abre en la primera página. Y ahí se empieza a armar el primer capítulo. Cuando el bebé toma el primer respiro, Dios le tira un beso.
También mientras alguien está naciendo, en algún otro lado alguien se va. Pero el que se va también se va de fiesta, y en el túnel de Luz todos se cruzan yendo y viniendo, tomados de las alas de los Arcángeles. Andan saltando, riendo felices de atravesar una y otra vez el espacio del tiempo. Porque vivir es maravilloso, estés donde estés, y si alguno de estos bebés que nacen decide irse apenas salió de su mamá, también se va riendo.
Entonces, ¿para qué temer?
En eso un Ángel acarició la mollerita del bebé diciéndole: —Bienvenido a la fiesta de la vida.
Ahora empezaba la aventura de Agustín, así sería como lo llamarían sus padres.
El Francesco que había muerto enojado, que había vivido experiencias maravillosas en el Cielo siendo alma, ahora tenía un cuerpecito y una memoria prodigiosa, en la cual recordaría cada suceso y enseñanza del Cielo.
Agustín fue creciendo en una casa llena de amor, situada en una pequeña aldea del Sur de Italia. Su hogar estaba enclavado en lo alto de una colina. Su casa tenía un gran jardín, lo visitaban mariposas, pajaritos y el sol iluminaba cada rincón de su hogar. La casa, pequeña y acogedora, despedía el aroma de sus comidas y postres preferidos.
Su madre era una mujer callada, exigente, cariñosa y muy poco alegre. Su carácter tendía a ser melancólico. Ella repetía una y Otra vez que no quería esa casa porque le resultaba alejada de todo el resto de la gente.
Su padre era un hombre trabajador, medio quedado en sus ambiciones, que trabajaba en el campo haciendo diversas tareas para el dueño, que siempre le mandaba algún regalito usado para su amado hijo Agustín. Y ante ese regalo que el recibía como un tesoro, su padre decía:
—La basura de algunos es tesoro de otros —como enojado por no contar con los medios para darle a su hijo el mismo regalo pero sin estrenar.
La relación familiar era armoniosa y muy rutinaria. Siempre se realizaban los almuerzos a la misma hora, ni un minuto antes ni después. En las noches, la familia se dormía a la misma hora, y los fines de semana se hacían siempre los mismos paseos.
Agustín ni siquiera tenía amigos, y anhelaba tener un hermano para compartir sus juegos, pero ese hermano jamás llegó.
Llegado el momento, Agustín empezó a asistir al jardín de niños. Fue toda una experiencia, no le gustaba. Él sólo quería jugar con sus amigos imaginarios en el jardín de su casa, le gustaba inventar historias y creérselas. Amaba la naturaleza, las flores y entre ellas las rosas. En los frondosos rosales que cuidaba su madre, él se entretenía escondiendo juguetes como si fuera un lugar secreto, y luego los iba a buscar con la alegría de encontrarlos acompañado por algún insecto, a los cuales incluía en sus juegos como otro juguete más. Las rosas le hacían recordar algo muy dulce que le había ocurrido en algún momento del pasado, pero no podía recordar que.
En el jardín de niños no había juego que lo entusiasmara, trataba de portarse bien pero siempre hacía algo que terminaba en un reporte de la maestra a la madre.
Su mamá, Mónica, decía que él era caprichoso e introvertido, pero con un corazón muy noble, y en el fondo muy bueno. Al niño, lo de caprichoso no le gustaba mucho, pero interpretaba que él era bueno cuando estaba en el jardín atrás de su casa, porque no molestaba.
Una vez escuchó a su madre decirle a una vecina que estaba preocupada por él, porque su niño era algo raro, que andaba demasiado tiempo hablando solo, y que a veces hacía comentarios extraños, sobre cosas incomprensibles para ella.
A Mónica, lo que más le preocupaba eran las horas que su hijo se quedaba mirando hacia el Cielo, hipnotizado por el color del firmamento y el pasar de las nubes.
—Dice que habla con su Ángel —le comentó la madre a su vecina—. Nunca le hemos hablado de Ángeles, ¿será normal? —expresó Mónica a Marta, su única amiga.
—No sé, Mónica, el niño está demasiado solo, quizás debas mudarte, encontrarle amigos… Tienes que tener cuidado, esta etapa de su vida es primordial para su personalidad.
Después de escuchar esa conversación, Agustín se juró ser sólo un niño más. Ya no contaría nada de su Ángel, al que él llamaba Aniel, y no miraría al Cielo ante otros con tanta insistencia como lo venía haciendo hasta ahora, sólo lo seguiría mirando disimuladamente. Él sólo quería saber si desde el jardín de su casa llegaría a ver alguna señal de los Cielos que había conocido mientras era tan sólo un alma. Sólo era un poco de curiosidad. No creía estar haciendo algo malo, como para causarle tanta preocupación a su madre.
—¡Pero el mundo de los mayores y el de los niños son tan diferentes! —pensó Agustín.
Lo que Agustín no sabía era que desde arriba lo observaban, lo tenían muy presente. Los Maestros Celestiales sabían muy bien que él no sería un Alma común, aunque ninguna lo es. A él en su vida anterior no le gustaba cumplir años, pero los Maestros le enseñaron que el día de nacimiento de cada persona es sagrado y como tal habría que festejarlo.
Así que en esta vida esperaba con ansias su cumpleaños. El día 5 de febrero sería el cumpleaños del niño. Él en esta vida soñaba con una gran fiesta, pero toda su familia eran tan solo ellos tres. El resto estaba viviendo en España. Su cumpleaños lo festejaría también con sus compañeros del colegio, aunque eran sólo compañeros.
Agustín iba por su octavo cumpleaños, no sabía por qué, pero éste sería un año importante para él. Siempre llovía para su cumpleaños, la lluvia se convertía en nieve que siempre terminaba tapando los caminos, lo que hacía imposible que pudieran llegar a su casa.
La comida estaba preparada, la leche en jarras de vidrio con muñecos de Mickey, chocolates y dulces, algunos sándwiches y gaseosas. Al lado de la chimenea las bolsitas con los juguetes de suvenir, Jugarían a algo, lo que sea, y lo más probable es que se quedaran dentro de la casa porque en el jardín el frío congelaría a sus amigos.
Agustín esperó ansioso todo el día a que llegara la hora indicada para empezar con el festejo, pero la primera hora pasó y la segunda también sin que llegara nadie.
Otra vez la nieve, los llamados de felicitaciones y las disculpas de las ausencias, todas hechas por los respectivos padres de sus compañeros mientras éstos, enojados con el mal tiempo, insistían en ir a saludar a ese compañero tan singular que se hacía querer apenas lo conocías.
Agustín no dijo una sola palabra, comió, miró la televisión y sus padres le cantaron su feliz cumpleaños.
Agustín terminó de darle el soplido a la última vela y comentó en voz muy baja: —Un cumpleaños más, con ganas de festejarlo, sin amigos, y pensar que…
En cuanto su madre buscó los cerillos para encender la vela y el padre fue en busca de su cámara de fotos, Agustín colocó su anillo, el que llevaba un círculo con el símbolo del Yin y el Yang.
—Y pensar…
—¿Y pensar que qué…? —preguntó su madre.
—Nada, mamá —contestó el niño—. Me voy a dormir, estoy cansado. ¡Maldito cumpleaños! —dijo, y pegó un portazo.
Llegó a su habitación y se tiró en la cama a llorar desconsoladamente. “Y pensar que en la vida anterior todos deseaban festejar mi cumpleaños pero yo lo odiaba, ahora que lo quiero festejar no hay gente para brindar. ¿Será que Dios le da pan a quién no tiene dientes?”.
Los Maestros lo observaban, y decidieron festejarle ellos su día haciéndole un hermoso regalo. De pronto a Agustín se le apareció su Ángel en los pies de su cama. Era la primera vez que lo podía ver tan presente, tan nítido, casi humano. Brincó de alegría, hasta podía tocarlo, toco sus alas una y otra vez, lo acariciaba, él saltaba en la cama, lloraba de alegría y le soplaba la cara a su Ángel Aniel, a ver si desaparecía, pero el Ángel no se iba porque quería estar con su protegido.
Aniel lo abrazó y le susurró al oído cuánto lo amaba. El abrazo de los dos se perdía en el tiempo y en el espacio, un abrazo de amor intenso, a falta de todos los abrazos que no pudieron darle sus compañeros de la escuela. El Ángel lo soltó suavemente y le dijo:
—Agustín, mírate en el espejo, quiero que veas tu aura.
Agustín se secó las lágrimas, se bajó de la cama y caminó hacia el espejo que se encontraba dentro del clóset.
Se miró y exclamó:
—¡Guau, estoy cubierto de una luz azulada! ¿Qué es esto?
—Eso significa que eres un niño índigo, que tienes una Luz diferente a los demás, que eres como otros niños que están naciendo en tu misma época. Todos los de tu edad y algunos otros más grandes que tú, tienen el aura de ese color.
—¿Y esto qué significa? Es que sigo sin entender.
—Significa que vienes a cambiar las conciencias de otras personas, que mientras duermes tu Alma viaja para encontrarse con otros niños como tú, y lo que hacen entre todos es crear paz en este mundo. Pero no todo es de color azul, hay algunos pequeños detalles que debes saber. Te costará poder concentrarte en las tareas de la escuela que no te gusten, las reglas o condiciones que te impongan te serán desagradables y deberás dominarte para respetarlas, serás rebelde para los adultos. Debes intentar comprender a tus padres, porque ellos no podrán entender tus reacciones.
Te gustará estar solo, amarás la música, el arte, el vértigo, eres y serás sumamente intuitivo. Escucharás tu percepción y la razón luchará para que vayas hacia la lógica, pero recuerda que no siempre el sentido común tiene la razón. “La intuición tiene razones que la razón no entiende”.
Pasará mucho tiempo hasta que vuelvas a verme, pero igualmente yo estaré siempre contigo. Dime lo que necesitas y seré el mensajero de tus pedidos más sentidos. Te escucharé siempre y te abrazaré cuando me lo pidas. Sé que te sientes solo. Aún eres pequeño para ese sentimiento, a veces lamento que desde el Cielo te hayamos dejado nacer sin pasar por la Ley del Olvido. Quizás tendrías que vivir como cualquier otro niño, con una vida más normal, no tan solitaria ni aburrida,
—Pero yo no me aburro —dijo Agustín refregándose los ojos mientras miraba el rosario que colgaba en la cabecera de su cama.
—¿Eres feliz? —preguntó el Ángel.
—No lo sé. Creo que soy raro, eso dicen mis padres y me lo estoy creyendo.
—¡Creencias! Eso es lo que hacen los padres. Te dejan creencias. Algunas te servirán para vivir y otras serán obstáculos para superar.
—De cualquier modo, se qué no soy común. Todo me parece maravilloso, cada amanecer, cada flor que sale del jardín, cada beso de mi mamá, o cada salida con papá, pero…
Agustín se olvidó de lo que iba a decir. Aniel esperó que terminara, pero Agustín se olvidó de lo que iba a decir… sólo atinó a regalarle al Ángel una sonrisa y a hacerle un pedido.
—Dile a Dios que lo amo y que lo seguiré amando eternamente, pase lo que pase en mi vida.
El Ángel le acarició su aura azulada y se quedó a su lado hasta que Agustín se quedó dormido.
Extracto de "Francesco decide volver a nacer de Yohana Garcia"
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