“Cuenta la leyenda que, al concebir su famoso fresco La Última Cena, Leonardo da Vinci se topó con una gran dificultad: necesitaba pintar el Bien –en la imagen de Jesús– y el Mal –en la figura de Judas”.
En 1476, dos hombres conversan en el interior de una iglesia medieval. Se detienen durante algunos minutos frente a un cuadro en el que se ve a dos ángeles, de manos dadas, descendiendo hacia una ciudad.
–Estamos viviendo el terror de la peste bubónica –comenta uno de ellos–. Hay personas muriendo; no quiero ver imágenes de ángeles.
–Esta pintura es sobre la peste –dice el otro–. Es una representación de la Leyenda Áurea. El ángel vestido de rojo es Lucifer, el Maligno. Fíjate en la pequeña bolsa que lleva atada al cinturón: allí dentro está la epidemia que ha devastado nuestras vidas y las vidas de nuestras familias.
El hombre observa la pintura con cuidado. Realmente, Lucifer lleva una pequeña bolsa; sin embargo, el ángel que lo conduce tiene una apariencia serena, pacífica, iluminada.
–Si Lucifer trae la peste, ¿quién es este otro que lo lleva de la mano?
–Este es el ángel del Señor, el mensajero del Bien. Sin su permiso, el Mal jamás podría manifestarse.
–¿Qué es lo que está haciendo, entonces?
–Mostrando el lugar donde los hombres deben ser purificados por una tragedia.
Da Vinci busca a sus modelos
Cuenta la leyenda que, al concebir su famoso fresco La Última Cena, Leonardo da Vinci se topó con una gran dificultad: necesitaba pintar el Bien –en la imagen de Jesús– y el Mal –en la figura de Judas–. Cierto día, mientras escuchaba a un coro, encontró en uno de los muchachos la imagen ideal de Cristo. Lo invitó a su taller, y reprodujo sus trazos en estudios y esbozos. Antes de que el muchacho saliera, le enseñó el proyecto del fresco. Lo elogió por representar el rostro de Cristo.
Pasaron tres años. La Santa Cena, que embellecía una de las iglesias más conocidas de la ciudad, estaba casi concluida, pero Leonardo da Vinci aún no había encontrado el modelo ideal para Judas.
El cardenal, responsable de aquella iglesia, empezó a presionar a Leonardo, exigiéndole que terminase cuanto antes su trabajo.
Después de muchos días buscando, el pintor encontró a un joven prematuramente envejecido, con la ropa hecha jirones, borracho, tirado en la cuneta. Con dificultad, les pidió a sus ayudantes que lo llevaran a la iglesia, pues ya no le quedaba tiempo para hacer esbozos.
Cargaron hasta allí al mendigo, que no conseguía entender bien lo que estaba ocurriendo: los ayudantes lo mantenían de pie, mientras Leonardo copiaba las líneas de la mezquindad, del pecado, del egoísmo, tan bien delineadas en aquel rostro.
Cuando terminó el trabajo, el mendigo –ya un poco recuperado de su resaca– abrió los ojos y se fijó en el fresco que tenía frente a él. Y dijo, con una mezcla de espanto y tristeza:
–¡Yo ya había visto ese cuadro antes!
–¿Cuándo? –preguntó sorprendido Leonardo.
–Hace tres años, antes de que perdiera todo lo que tenía. En una época en la que cantaba en un coro. Y el artista me invitó para que posara como modelo del rostro de Jesús.
Fuente: http://www.larevista.ec
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