En mi primer día de labores como profesor adjunto de pedagogía en la Universidad, entré en el aula sintiéndome preso de una terrible angustia. Un frío silencio fue la respuesta de la clase atestada, a mi tímida sonrisa y breve saludo. Revisé un momento mis anotaciones y di inicio, balbuciante, a mi disertación.
Nadie parecía hacerme el menor caso. En ese momento advertí la presencia, en la quinta fila, de una joven de porte tranquilo, vestida de blanco, de piel bronceada, ojos vivaces color castaño y cabellera dorada. Su animado semblante y sonrisa cordial me alentaron a seguir adelante. Atenta a mi exposición, ella asentía con la cabeza o con un "sí", y tomaba notas. Proyectaba la reconfortante sensación de interés cuando yo trataba de transmitir de manera tan insegura. Empecé a dirigirme a ella, y recobré la confianza y el entusiasmo.
Unas cinco semanas después de iniciado el semestre, se ausentó durante dos semanas. Pregunté la causa de su ausencia a los estudiantes que se sentaban cerca de ella y me sorprendió enterarme que ni siquiera sabían su nombre. Recordé la aguda observación de Albert Schweitzer: "Estamos todos tan juntos, y sin embargo, todos estamos muriendo de soledad...".
Fui a ver a la directora administrativa de la sección de mujeres. En cuanto mencioné el nombre de Laura, la dama se sobresaltó y exclamó: "Oh, lo siento mucho; supuse que usted estaba enterado..." Laura se había suicidado.
Laura tenía apenas veintidós años. El don divino de su individualidad se había perdido para siempre. Llamé por teléfono a sus padres. La ternura con que su madre se refirió a ella me indicó que la habían amado, pero era obvio para mí que ella no se había sentido amada.
Quise ayudar a quienes necesitan sentirse amados. Daría un curso acerca del amor. Me pasé varios meses buscando en libros algo que pudiera servirme, pero fue poco lo que hallé. Casi todos los textos trataban el tema con un enfoque sexual o romántico. Era escaso lo que había sobre el amor en general. Sin embargo, consideré que si yo actuaba como facilitador, mis discípulos y yo podríamos enseñarnos mutuamente a aprender juntos. Llamé al curso "Lecciones de Amor".
Propuse a mis alumnos que se puede aprender a amar en cualquier momento de la vida, si estamos dispuestos a dedicarle el tiempo, la energía y la práctica necesarios. Pocos faltaban a una sola sesión de lecciones de Amor. Los participantes tenían que apretarse unos junto a otros a medida que llevaban consigo a sus padres, hermanos, amigos, cónyuges e incluso abuelos. Una de las primeras cosas que intenté aclarar fue la importancia del contacto físico: "cuántos de nosotros hemos abrazado fuertemente en la última semana a alguien que no fuera el novio, la novia o a su cónyuge?". Pocos levantaban la mano. Una estudiante afirmó: "siempre temo que se interpreten mal mis intenciones". La risa nerviosa que cundió me reveló que muchos compartían éste punto de vista.
Me siento afortunado de haber crecido en el seno de una familia en que nos abrazábamos mucho. Yo asocio los abrazos con un genero de amor más universal. Pero si tú temes que te interpreten mal, comunícale tus sentimientos a quien estás abrazando. Para aquellos que realmente se sientan molestos si los abrazan, bastará un fuerte apretón de ambas manos para satisfacer su necesidad de caricias.
Iniciamos la costumbre de abrazarnos unos a otros al final de cada sesión. Con el tiempo, los abrazos se convirtieron en forma habitual de saludo en la universidad, entre los alumnos de mi curso. Jamás concluíamos una sesión sin un plan para compartir amor.
Cierta ocasión, decidimos expresar gratitud a nuestros padres, lo cual suscitó reacciones memorables: Para uno de los estudiantes, excelente jugador del equipo de fútbol de la universidad, la tarea resultó en especial incómoda. Sentía un gran amor, pero era incapaz de expresarlo. Tuvo que armarse de gran valor y determinación para ir a la sala de su hogar, hacer que su padre se pusiera de pie y darle un fuerte abrazo. Le dijo: - Te quiero, papá - y lo besó. Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y musitó: Lo sé, hijo. Yo también te quiero.
Un secreto del amor radica en percatarse que uno mismo es un ser especial; que no hay en todo el mundo una persona igual a otra. Si tuviera una varita mágica y pudiera pedirle la realización de un deseo, tocaría a todo el mundo con ella y haría que cada persona dijera con convicción: "En éste instante me agrada como soy. Y me gusta lo que puedo ser. Soy lo máximo".
La búsqueda del amor ha hecho de mi vida algo maravilloso. Pero, como habría sido mi existencia de no haber conocido a Laura?. Estaría aún balbuceando mi tema ante los estudiantes, ajeno a los vulnerables seres humanos que se ocultan detrás de las máscaras?. De haber aprendido a amar antes, quizás le hubiese dicho a Laura lo mucho que me había ayudado en mi primer día como maestro. ¡Cómo quisiera que Laura estuviera hoy aquí, conmigo!, la abrazaría fuerte y le diría: "Mucha gente me ha ayudado a saber que es el amor, pero tú me diste el primer impulso. ¡Gracias, te quiero!".
He ahí una de las cosas en que consiste el amor: Compartir nuestro gozo con la gente. Pero estoy convencido que en alguna forma misteriosa, el amor que le tengo a Laura ya ha viajado hasta ella.
Leo Buscaglia.
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