Cuenta Ovidio que Júpiter, cansado de las fragancias y los perfumes y las ambrosías del Olimpo y también por sentirse ciertamente agobiado a causa de que Orfeo se pasaba casi todas las horas del día tocando la lira, cuyos sones se escuchaban hasta en los rincones más apartados del Olimpo, decidió dar un paseo por la Tierra. Aunque sabía de sobra cómo era la vida en el planeta y cómo eran los hombres y mujeres que lo habitaban, tomó la apariencia de un pobre mendigo vagabundo para pasar totalmente desapercibido ante los humanos, mientras durase su andadura. Un día abandonó el Olimpo y al instante se encontró sobre la Tierra. Caminó y caminó. Cuando creyó oportuno, llamó en la puerta de una casa para solicitar albergue y comida, pero no le abrieron. Continuó caminando y llamó en otra casa. En ésta sí le abrieron, pero le negaron lo que pedía. Prosiguió su paseo y de vez en cuando llamaba en las casas y en los chozos que fue encontrando en su camino, pero nada, nadie le atendió. Por fin llegó a una humilde cabaña, la más pobre de las casas y chozas que había encontrado. En ella vivía un matrimonio de edad avanzada. Tras llamar, la mujer le abrió la puerta y escuchó atentamente lo que el indigente deseaba. Al acercarse el marido a la puerta, ella le comunicó el ruego del haraposo mendigo. Ambos, sin dudar lo más mínimo, le dijeron que pasara. El matrimonio no sólo le dio cobijo al dios, que no sabían que era un dios, sino que pusieron ante él todo cuanto tenían: aceitunas, un trozo de pan, un poco de vino, unos rábanos, una col...
Al día siguiente, antes de agradecerle a la pareja su hospitalidad y generosidad y de despedirse de ella para continuar su paseo, le contó que él era Júpiter y que, como agradecimiento, le concedería aquello que más anhelara. La petición de la pareja fue esta: “No consientas que ninguno de los dos quede solo ni un día. Concédenos, pues, morir juntos”. Júpiter asintió con la cabeza. Los abrazó y se marchó.
Transcurrió el tiempo, y un buen día la pareja, ya muy viejecita, mientras recordaban cómo se conocieron, la felicidad de su vida, el amor que siempre se tuvieron…, cada uno se dio cuenta de que el otro se iba llenando de hojas; después una corteza rápidamente los cubrió. Apenas tuvo tiempo él de decirle a su mujer: “Adiós, querida compañera, y gracias por tu amor...”, porque nada más salir estas palabras de sus labios los dos se transformaron en árboles: en una encina y en un tilo, pero ya estaban juntos para la eternidad, porque la encina y el tilo tenían un solo tronco.
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