martes, 23 de octubre de 2012

La llave del ayer puede ser el lastre del presente...♥





Uno de mis cuentos orientales favoritos, y probablemente del que más he aprendido, es aquél que narra las dificultades de un viajero que cruzando unas tierras inhóspitas y salvajes, se topó con un río infranqueable. El hombre se dio cuenta inmediatamente de que estaba en un serio apuro porque, por un lado, las aguas eran profundas y turbulentas, batidas por una corriente violenta que habían arrancado el único puente que había en muchos kilómetros; pero por si esto fuera poco, la orilla en la que se encontraba atrapado resultaba terriblemente peligrosa: abundaban allí los lobos y los bandoleros, la tierra era pantanosa y no había nada que comer. El viajero, tras varios días agazapado entre las ramas de un árbol, exhausto y hambriento, tuvo de pronto una idea que le hizo saltar de júbilo: haría una balsa. Trenzaría ramas y juncos, las ataría con los jirones de su ropa y se lanzaría al río. La corriente era fuerte, es cierto, pero él remaría con los brazos y las piernas y, aunque fuera arrastrado muchos kilómetros río abajo, en algún momento conseguiría llegar sano y salvo a la otra orilla. Y eso fue exactamente lo que hizo. A toda prisa confeccionó una frágil balsa con la que se aventuró entre las aguas sucias y salvajes. Y tras mucho remar, mucho temer, mucho rezar y mucho sufrir, consiguió llegar a la otra orilla. El hombre, presa de una alegría y un agradecimiento que cualquiera de nosotros podrá entender, abrazó la balsa, besó sus enmarañadas ramas y la apretó contra si: - ¡Gracias a ti he salvado la vida! –decía. ¡He salido del mayor aprieto en que jamás me haya encontrado! ¡A partir de ahora te llevaré siempre conmigo para salvar todas las dificultades que me encuentre! Y diciendo esto, el hombre la cargó pesadamente sobre su espalda y continuó fatigosamente su camino, llevándola siempre consigo, a través de llanuras, montañas y desiertos. Y por más que el sudor le cegara la vista y sus piernas temblaran bajo el enorme peso, él nunca la soltó.

Es muy probable que la decisión del viajero de nuestro cuento nos parezca insensata y hasta cómica: ¿Qué sentido tiene arrastrar una balsa de juncos a través de un árido e interminable desierto? ¿No hubiera resultado más apropiado cargar con reservas de agua, que con un inútil amasijo de ramas? Sin duda. Y sin embargo ¿cuántas balsas vamos arrastrando por la vida cada uno de nosotros? 

Hace algunos años, un amigo al que no veía muy a menudo, me llamó una tarde por teléfono. Estaba emocionalmente destrozado porque su mujer había decidido romper la relación de manera sorpresiva. - ¿No te esperabas algo así? –le pregunté. - No, nada –se lamentó él. Y lo peor de todo es que ella dice que tendría que haberme dado cuenta porque nunca discutíamos. - ¿Ella echaba en falta tener discusiones? –le pregunté algo extrañado. - No exactamente discusiones agrias –dijo mi amigo-, sino discutir cosas… sobre nosotros, sobre la relación, sobre lo que esperábamos o lo que nos parecía bien o mal del otro. Dijo que le parecía que estaba viviendo con un hombre de escayola, sin chispa, sin opinión… - ¿Nunca hablabais de este tipo de cosas? - No, ya sabes que yo siempre que puedo, evito hablar demasiado de lo que pienso. Mira, hasta la adolescencia, tuve un millón de discusiones con mi padre, hasta que aprendí que lo mejor para que las relaciones vayan bien es callarse algunas cosas. Mi amigo era un hombre que había muerto de sed en el desierto. Eso sí, con una balsa sobre su espalda. En su juventud, había aprendido que callar y no comunicarse, eran soluciones eficaces para mantener la paz con su padre. Una vez descubierta la manera de cruzar aquel violento río, decidió como el infortunado viajero de nuestro cuento, llevarla para siempre consigo. Y utilizarla para todo, independientemente del problema con el que se enfrentara: Compañeros de trabajo, amigos, familiares, conocidos o relaciones de pareja. 

Finalmente, la llave de ayer se había convertido en el muro de hoy. En realidad, la aparentemente absurda decisión del viajero chino es mucho más frecuente en nuestras vidas de lo que podríamos creer. Las personas tenemos que enfrentarnos diariamente a cientos de problemas y sería humanamente imposible que pudiéramos ensayar una solución distinta en cada ocasión. Una vez que encontramos un método para cruzar el río, tendemos a aplicarlo de manera automática y repetitiva. Esto nos libera de tiempo y ahorra energía psíquica que necesitamos para otros menesteres, por lo que no es algo completamente negativo. Sin embargo, ¿con cuánta frecuencia seguimos utilizando viejas soluciones para afrontar problemas nuevos que requerirían un análisis un poco más detenido? ¿Cuántas veces fracasamos ante algunos de los retos de la vida, sencillamente porque seguimos aplicando las caducadas soluciones de nuestra juventud o nuestra adolescencia o nuestra primera niñez? Lo que ayer fue útil, hoy puede no serlo. El tesoro de ayer puede ser la basura de hoy. Lo que hace años pudiera habernos salvado, tal vez hoy nos va complicar seriamente las cosas. Es necesario dedicar un tiempo a reflexionar sobre qué balsas estamos arrastrando cada uno de nosotros. Y aunque esto es aplicable a todos los ámbitos interpersonales de la vida, me parece especialmente importante en las relaciones de pareja. 
Un cómico americano contaba un día que su primera mujer le había abandonado porque él nunca le había demostrado su amor; nunca había hecho nada espectacular por ella. Así que con su segunda esposa decidió enmendar el error: Escaló altas montañas para bajarle ramos de edelweisses, se sumergió en las aguas de Índico para encontrar las perlas más bellas, viajó hasta las profundidades de China para traerle preciosas sedas. Y ella… finalmente le dejó porque nunca estaba en casa.
Autor: Manuel Vitutia Ciurana.

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