domingo, 6 de enero de 2013

Una historia sobre la comunicación obsesiva, muy interesante…(cuento corto)



Claudia consultó su ejemplar de Viajes por el Scriptorium. No recordaba el nombre del protagonista. Eso era, Mr. Blank. De pronto, una nota manuscrita se desprendió del libro.
“No me olvides. Siempre te querré. Mario”.
Claudia se estremeció. Hacía cuatro meses desde el fatal dictamen médico.
“Nada de quimioterapia. Es desnudar a un santo para vestir a otro”, dijo Mario.
Claudia le perdonó sus recurrentes infidelidades. Las discusiones provocadas por el asfixiante y posesivo carácter de su marido se esfumaron. El diagnóstico dio paso a semanas de indescriptible ternura.
“Señora Basco, sólo la quimioterapia puede salvar a su marido”.
Mario no cedió y la tierra se lo tragó. Y así, de pronto, Claudia se liberó de sus adulterios. Él cataba de cualquier mujer y en cambio, ella, al regreso de una breve ausencia, debía pormenorizar dónde había ido, con quién había estado, con quién había hablado. Claudia debió acostumbrarse a vivir sin aquella estrecha vigilancia. No le resultó fácil. Pero a medida que el tiempo transcurría, sus pupilas adquirían un mayor brillo.
Y, de pronto, a principios de julio, aquel mensaje.
Un respingo. Claudia se percató de que tal vez aquélla no era la única misiva que Mario escribió. Lo conocía bien. Era tenaz, incansable, asediante. Escaneó la biblioteca con la mirada. La cabeza le dio vueltas. Extrajo varios libros y aireó sus hojas. La segunda nota brotó de Travesuras de la niña mala y aterrizó sobre la moqueta.
“¿Has entregado a alguien tu corazón? ¿Con tanta rapidez olvidas cuanto te di? Desde el infinito aún te ama, Mario”.
Presa de la histeria, vació todos los volúmenes.
Una hora después, yacían desdobladas sobre el suelo cuarenta y una maquiavélicas notas programadas para los siguientes años y que habían llegado a su destino en una sola tarde. Claudia las quemó y se duchó. Agua templada al principio; luego, gradualmente, más fría; al final, casi helada. Pasó la noche en el sofá, junto a la terraza abierta, la canícula era insoportable.
Por fortuna, Claudia recobró el ánimo en pocos días. La segunda semana de julio conoció a César. Todavía no estaba segura, pero algo le decía que debía concederle una oportunidad. No podía juzgarlo por el mismo rasero que a Mario.
Y entonces, lo insospechado. Una mañana, su correo electrónico dio paso a seis mensajes nuevos. En la bandeja de entrada, en negrita, bajo la barra que indica el emisor, constaba, para su perplejidad, el nombre de Mario Basco. Asunto: “¿Cómo estás?”.
No podía creerlo. Sus propios ojos habían certificado el viaje a dos metros bajo tierra. ¿Quién enviaba ese correo? Temblorosa, hizo doble clic sobre el mensaje.
“Querida Claudia: Como debes de suponer, escribí este correo tiempo atrás. Imagino que te habrás deshecho de todas las notas que escondí y que ahora luchas por esfumarme de tus recuerdos. Cuidaste bien de mí los últimos meses. Pero fue porque tenía fecha de caducidad. Durante mi agonía confundiste el amor con la compasión. Es posible que a estas alturas alguien se haya enamorado de ti. Sólo quiero que sepas que, esté donde esté, no te olvido.
Mario”.
Claudia hundió la cara entre las manos. No se había repuesto aún de la impresión que produce ver entrar un mensaje en tiempo real de un ser ya fallecido. Era absurdo, pero necesitaba desahogarse. Presionó sobre el icono de responder: “Te lo ruego, Mario. Te di mi amor y mi sufrimiento. Dame tú ahora la libertad”.
El mensaje llegó a algún lejano servidor desde el cual Mario programó aquel primer correo y todos los que le sucedieron, a razón de tres por día. Claudia respondió algunos; otros, los borró sin abrirlos.
Esta vez, le llevó más tiempo superar la brutal embestida digital. Cualquier correo electrónico de origen desconocido, un papel con un recado escrito por ella misma y olvidado, o cualquier carta sin remitente la desarmaba. Incluso la propaganda comercial, arrugada en el buzón, se convirtió en amenaza.
Claudia decidió cancelar su dirección de correo electrónico y le pidió a César interrumpir sus citas durante un tiempo.
El 22 de julio, día de su cumpleaños, recibió un ramo de flores, pagado y programado con anterioridad, tarjeta incluida (“Por muchos años”, decía). Bajó a tirar las flores a un contenedor y deambuló por la ciudad. Se sentó en una terraza de verano. Algo vibró en su bolsillo. El móvil sonaba. Lo sacó y consultó la pantalla: “mario.móvil”. Claudia profirió un grito ahogado. No pensó en eliminar su número de la agenda del Nokia. El timbre insistía. “¿Cómo puede llamarme desde el infierno?” Cayó en la cuenta de su paranoia. Debía de ser Julia, la madre de Mario. Habría conservado la línea de su hijo.
“Sí, claro, es su madre. Tranquila, Claudia, responde”.
Tragó saliva para fingir normalidad:
-¿Diga?
-Hola, Claudia. Ahora mi voz refrescará tus recuerdos. ¿Cómo estás? Supongo que habrás cancelado tu dirección de correo electrónico. Te conozco bien y sé que me habrás respondido más de un mail. En fin, espero que las flores te gustasen. Tulipanes blancos, como siempre. Esta primera llamada será breve. Debemos ir despacio. Quiero que sepas que mi buzón de voz está activado para los próximos treinta años. Llámame. Estoy seguro de que desde lo desconocido podré escucharte.
Claudia colgó. Respiraba de forma entrecortada. “Es una grabación, sí, seguro que es una grabación”. Devolvió la llamada y escuchó:
“Éste es el buzón de voz de Mario Basco. Fallecí en la primavera de 2008. La ciencia no ha negado que pueda oír tu mensaje. Si deseas intentarlo, habla tras la señal”.
Le sollozó al buzón:
-Mario, déjame en paz, te lo suplico. Sufrí tus infidelidades y tu asfixiante prevención de las mías, en que jamás incurrí. Te quise, te odié y ahora sólo aspiro a olvidarte. ¡Déjame vivir, hijo de puta!
Se sintió mejor, a pesar del absurdo mensaje.
Con la lógica que la calma procura, llamó al Servicio de Atención al Cliente.
-Hola señorita, quisiera saber si es posible dejar mensajes grabados con sistema de llamada automática programada a fecha futura.
-Sí -respondió la operadora-, este servicio es para recordar citas, aniversarios o recados a uno mismo o a terceros. ¿Desea activarlo?
-No. Sólo cancelarlos.
-Por supuesto. ¿Están bajo su número?
-No. Corresponden a otro abonado.
-En tal caso, no estoy autorizada.
Claudia meditó unos segundos.
-Se lo ruego. Sólo deseo saber cuántos mensajes me serán enviados desde el número de mi marido. Falleció.
La operadora dudó, pero la voz al otro lado era demasiado angustiosa.
-Le daré el total, pero sólo eso porque esta operación no está permitida. (…) Dígame el teléfono de su marido (…) Un momento (…) Sí, hay mil ciento treinta llamadas y cuatrocientos doce SMS programados (…) ¿Oiga? ¿Oiga? (…)
Claudia se encerró en casa durante el resto del verano y dio de baja su línea de móvil. También la del teléfono fijo, por donde recibió aquel agosto cuarenta llamadas desde ultratumba. No abrió las cincuenta cartas selladas de Mario, cuya sola presencia sobre la mesa del vestíbulo la colapsaban desde primera hora de la mañana. No permitió el paso a nadie. Ni siquiera a César, quien le pasaba alimentos a través del espacio que la cadenita de seguridad de su puerta dejaba. “Abre la cadena, Claudia, por favor”. El psiquiatra le recomendó a César que no insistiese y que, desde el rellano, le hablase para, poco a poco, ablandar su ostracismo.
“Comunicación. Mucha comunicación. La comunicación es lo único que puede salvarla”, le aseguró.
(FERNANDO TRIAS DE BES, en El País)

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